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Elecciones y fraudes a la democracia

Eléctions, piège à cons (Elecciones, trampa para idiotas) titulaba Jean Paul Sartre el editorial de su revista, Les Temps Modernes, cuando se cumplían cinco años del mayo del 68 y se convocaban nuevas elecciones. Oponía el movimiento de calle a las anteriores elecciones convocadas por De Gaulle y que fue el golpe de gracia al extraordinario movimiento social iniciado hace ahora cuatro décadas, el 22 de marzo exactamente. Su tesis era simple. La participación en un movimiento colectivo hace fuerte, el acto electoral en cambio sitúa al individuo, aislado, "serializado" (un átomo de una serie supuestamente uniforme) frente al poder, débil ante el mismo, conservador a fin de cuentas. No es un análisis teórico equivocado, excepto que no hay otro modo mejor que el sufragio universal para legitimar la representatividad de los gobiernos y parlamentos. Razón de más para que el sistema electoral garantice una representación justa, sin privilegios ni exclusiones.

Todos los sistemas electorales tienen virtudes y defectos. Sería interesante que se pudiera innovar y experimentar

En las recientes elecciones ha habido un factor relativamente excepcional que ha motivado una alta movilización ciudadana a pesar de la distancia existente entre instituciones y ciudadanos. El Partido Popular, con su estilo agresivo, su negatividad permanente y su discurso en muchos aspectos más propio de la extrema derecha que del centrismo democrático, ha excitado hasta la irracionalidad en algunos temas a su electorado estable y ha sido también un estímulo decisivo para movilizar a importantes sectores de la ciudadanía decepcionados por la política pero de convicciones democráticas. Sería absurdo pensar que el PP vaya a repetir en el futuro el error y la irresponsabilidad que supone practicar una oposición y hacer una campaña electoral que promueve el miedo, la intolerancia, el patrioterismo y la xenofobia, en vez de orientarse a la conquista de nuevos espacios moderados, en un país cuya mayoría está más cerca del centro izquierda que de la derecha. Esperemos que así sea y que no haya que votar "contra el PP", sino a favor de la propuesta democrática más convincente para cada uno. Al PP le corresponde hacer su cambio y no conformarse con la cuota de voto importante pero sin futuro que ahora posee. Su anomalía no hace olvidar las grandes deficiencias de nuestro sistema electoral y del funcionamiento de los partidos.

En vez de abundar en la crítica, nos permitiremos apuntar algunas propuestas reformadoras de un sistema electoral que favorece a los grandes partidos y penaliza a las zonas más urbanizadas. Es decir, que es un fraude relativo a la democracia. En la provincia de Barcelona se necesitan de promedio 130.000 votos para elegir un diputado; en Lleida, 75.000; en Murcia, 95.000; en Ávila o en Zamora, 33.000, y en Soria, 25.000. El corrector que se aplica a la proporcionalidad favorable a las candidaturas con más votos aumenta la perversión del sistema. En la provincia de Barcelona socialistas y populares han necesitado 80.000 votos por diputado, e ICV-EUiA, 155.000. La circunscripción provincial en gran parte del territorio supone reducir la elección a dos candidaturas. Izquierda Unida ha obtenido un mal resultado, obviamente; pero su casi millón de votos sólo le ha proporcionado dos diputados. El PSOE y el PP tuvieron 11 y 10 veces más votos y 85 y 75 veces más diputados. En Cataluña el PSC ha obtenido nueve veces más votos que Iniciativa, pero la relación de diputados es de 25 a 1. Sería suficiente para restablecer la proporcionalidad reducir el número de diputados elegibles por las actuales circunscripciones o incluso más pequeñas y que cada opción presentara una segunda lista para todo el territorio (España o comunidad autónoma). Esta segunda lista compensaría el actual déficit de proporcionalidad. Si se eligen 350 diputados y la candidatura A ha obtenido el 10% de los votos y le corresponden 35 diputados pero sólo ha obtenido cinco elegidos por provincia, elegiría los 30 restantes en la lista general.

Todos los sistemas electorales tienen virtudes y defectos, por lo cual sería interesante que se pudiera innovar y experimentar. La legislación estatal debe regular las elecciones estatales y establecer unas bases derivadas exclusivamente de los principios constitucionales para el resto de las elecciones. Comunidades autónomas y ayuntamientos podrían entonces innovar teniendo en cuenta las características de sus territorios y la imaginación política. En unos casos la provincia puede servir como circunscripción electoral y en otros no. Incluso el ámbito municipal merece algo más que el actual y rígido uniformismo. ¿Por qué no podrían las comunidades autónomas decidir que en cierto tipo de municipios se eligieran los alcaldes directamente o que los ayuntamientos de grandes ciudades eligieran a los concejales por distritos?

Actualmente el voto es un cheque en blanco a los partidos políticos. Sugerimos que el voto sea programático, obligatorio y universal. El programático vincula a los elegidos con sus compromisos. Si no existen razones de fuerza mayor, como una imposibilidad legal o la falta de mayoría suficiente, deben ser de obligado cumplimiento, para lo cual bastaría un procedimiento de advertencia primero y luego de cese para los que los incumplieran. El voto es un deber ciudadano y es obligatorio en otros países democráticos. Ya existe el voto nulo o en blanco para los que no desean apoyar a ninguna de las opciones existentes. Y aumentaría la calidad de la democracia que todos los ciudadanos que tuvieran residencia legal en el país pudieran votar y ser elegidos. La universalidad del voto supone distinguir la nacionalidad de la ciudadanía, lo cual es coherente con la globalización.

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Como ven, propuestas bastante simples no faltan. También hay que mejorar las relaciones entre instituciones, partidos y ciudadanía. Continuaremos en un próximo artículo.

Jordi Borja es profesor de la UOC.

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