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Columna
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Eluana y los cuervos

Josep Ramoneda

- 1. La actuación de Berlusconi y del Vaticano en el llamado caso Eluana, la joven italiana que consiguió morir ayer, es un ejemplo más del desprecio de los poderosos por la condición humana. El Vaticano ya nos tiene acostumbrados. Desde sus posiciones obstruccionistas en la lucha contra el sida hasta su reiterado rechazo a determinadas técnicas de reproducción asistida, una y otra vez, las autoridades religiosas dejan claro que los dramas personales no tienen para ellos ninguna importancia al lado de los dogmas de su creencia. La voluntad de Dios, de la que se arrogan la interpretación sin ninguna vergüenza, está muy por encima de los sufrimientos de las personas. Es más, la imagen que su acción transmite es la de un Dios cruel cuya vanidad se satisface viendo como las personas lo pasan mal. Y lo único que le saben decir a la familia Englaro es que dediquen su sufrimiento a Dios y que confían en "las curaciones milagrosas". La púrpura papal hace estragos: da apuro ver a un intelectual como Ratzinger predicando la salud de los curanderos.

La Iglesia no puede pretender que su palabra quede fuera del juicio crítico
La actuación de Berlusconi y del Vaticano en el 'caso Eluana' es un ejemplo del desprecio por la condición humana

Tampoco de Berlusconi nos sorprende. Basta oír sus gracias sobre las mujeres o sobre los inmigrantes para ver que su relación con el Otro pasa por el desprecio del que cree que todo le está permitido. Pero su actuación en el caso Eluana supera todos los precedentes. En su lucha contra los poderes del Estado, para instalar un régimen populista de derechas, Berlusconi utiliza sin escrúpulo un drama personal que ha provocado una gran conmoción en Italia. Que Eluana siguiera viva o muerta no era el problema de Berlusconi. Ha visto en este caso la oportunidad de seguir con su proceso de destrucción del Estado democrático italiano y ha cogido la misma bandera que el Vaticano. Después de haber destruido la libertad de expresión con su monopolio mediático, después de haber dejado por los suelos a la justicia italiana cambiando la ley permanentemente para garantizarse la impunidad, ahora quiere cargarse los últimos contrapesos del sistema, empezando por la presidencia de la República, por la negativa a firmar el decreto que impide la muerte de Eluana Englanaro. Hasta Giulio Andreotti ha salido en defensa de Giorgio Napolitano, que ha negado su apoyo una ley inconstitucional. Berlusconi va a por la Constitución. Con la emotividad del caso Eluana como coartada. Utilizando la desgracia humana para sus designios políticos, demuestra a todo el que quiera entenderlo que su voluntad de poder no tiene límites, y que ni siquiera el ámbito más privado queda fuera de ella, y, por supuesto, que el drama de una persona es irrelevante frente a la voluntad política. Cuando el poder invade la intimidad, aunque ésta esté protegida por el Tribunal Supremo, algo grave acontece: el tufo a totalitarismo es indudable. La alianza del dinero y el altar contra una indefensa familia, que ha respetado la ley hasta el último momento, y que cuenta con que la justicia le ha dado la razón, es estremecedora. ¿Qué enfermedad vive la sociedad italiana que es incapaz de reaccionar ante el dominio berlusconiano? ¿Tan pesada es la herencia del sistema triangular de posguerra: el Vaticano, la mafia y el partido comunista?

- 2. Pero, evidentemente, el caso Eluana lleva incorporados otros debates. Por ejemplo, el de la independencia de los poderes, porque Berlusconi lo que está haciendo, ni más ni menos, es enfrentarse al Tribunal Supremo, impedir el cumplimiento de una sentencia de éste. Nada sorprendente en un presidente que se ha dedicado sistemáticamente a burlar la ley con cambios legislativos para no acabar en la cárcel. Mario Conde y Silvio Berlusconi iniciaran sus andanzas en política por la misma época, en los años de impunidad anteriores a la crisis de la década de 1990. Mario Conde ha pasado un montón de años en la cárcel, Silvio Berlusconi preside el Consejo de Ministros. La superioridad del Estado derecho español sobre el italiano parece manifiesta.

Pero este caso presenta también la cuestión del papel de la Iglesia en la escena pública. Si el uso del caso Eluana por parte de Berlusconi busca la reforma constitucional, el uso de este caso por parte del Vaticano busca el retorno de la Iglesia a la escena política. Ha sido uno de los empeños del cardenal Ratzinger desde que llegó al poder, expresado en el mal leído discurso de Ratisbona, en que invitaba a las religiones del libro a volver a la escena pública.

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Sin ninguna duda, la Iglesia como cualquier otra institución privada tiene todo el derecho a expresarse en el debate público. Como cualquier otra institución con su palabra contribuye a configurar los estados de opinión, que se van formando en el intercambio comunicacional a muchas voces. Es, por tanto, perfectamente legítimo que la Iglesia se manifieste en este caso como en cualquier otro. Es su opinión, que como tal queda sobre la mesa, susceptible de ser sometida, como todo, al análisis crítico de la razón. Se supone además, pero esto es una cuestión interna que no nos concierne a los demás, que la palabra de la jerarquía eclesiástica debe tener eficacia directa sobre sus feligreses. Aunque, a juzgar por la evolución de la opinión pública, o éstos son pocos o cada vez hacen menos caso a sus jefes. Pero lo que no puede pretender la Iglesia es que su palabra, con la coartada de hablar en nombre de Dios -técnicamente, de blasfemar-, quede fuera del juicio crítico. Porque se empieza alzándose sobre los hombres con el argumento de que su palabra es divina y se acaba convirtiéndolos en pura nada, carne de cañón para la gloria de Dios. Es la negación de la humanidad del hombre, que algunos han descubierto viendo Camino.

Eluana murió mientras Berlusconi y el Vaticano libraban a su costa una batalla contra la Constitución el primero, para ocupar la escena pública, el segundo. Aquí no hay debate, hay simple y llanamente abuso de poder. Pero ya se sabe que forma parte de la cultura del poder recordar a las personas su insignificancia, meros instrumentos al servicio de los grandes designios. Por sus obscenidades les conoceréis.

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