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Columna
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Esquerra y la cultura de gobierno

Enric Company

La tajante desautorización del consejero de Gobernación, Jordi Ausàs, por el presidente José Montilla a propósito de la campaña de agitación independentista de los referendos -a la que el primero pretendía aportar urnas oficiales- es solo el penúltimo botón de muestra de la permanente confusión exhibida por los republicanos desde 2003 entre sus objetivos partidistas y los de la coalición de gobierno de la que forman parte.

Esta confusión ha sido un desastre para el tripartito de las izquierdas, porque ha tendido a diluir el programa pactado por los aliados, y en gran medida aplicado, en la nube de las ensoñaciones del independentismo, para el que todo lo que haga un Gobierno sabe siempre a poco o a nada mientras no sea la proclamación del Estado catalán desde un balcón de la plaza de Sant Jaume.

Las concesiones de Joan Puigcercós al radicalismo no han impedido las sucesivas fugas

Lo más llamativo del caso es, no obstante, que la dirección de ERC no parece ser en absoluto consciente de que el daño infligido a la coalición por esta deriva no se traduce en absoluto en beneficio alguno para el propio partido. Todo lo contrario. Es un caso de manual de lo perniciosa que puede llegar a ser la debilidad de la dirección ante aquellos que se erigen, en ella o ante ella, en depositarios de las esencias, guardianes del purismo y adalides del programa máximo siempre dispuestos a quemar etapas en pos de un futuro cuya brillantez desluce cualquier eventual logro del presente.

No es retórica. El entonces secretario general de ERC, Joan Puigcercós, abandonó por voluntad propia el Gobierno de la Generalitat en marzo de 2008 con la excusa de que la dirección del partido requería un atención que no le podía prestar siendo consejero de Gobernación. Un año después, sin embargo, se produjo en ERC la escisión del sector del partido encabezada por Joan Carretero, el mismo que en la legislatura anterior había empujado con éxito a ERC a rechazar la reforma del Estatuto en aras de la pureza independentista, en contra del criterio inicial de Josep Lluís Carod Rovira y Joan Puigcercós.

Con aquella escisión pareció que el partido se desprendía del radicalismo. Pero resultó que no era así. Los republicanos vivieron inmediatamente después la no menos traumática guerra interna encabezada por el propio Puigcercós, con el apoyo de la plataforma radical creada por el ex dirigente de las juventudes Uriel Bertran, para descabalgar a Carod como líder del partido. Carod era su presidente y principal figura política e institucional, pero en aquella batalla se le presentaba como máximo exponente del sector moderado. La operación consolidó a Puigcercós al frente de ERC y le allanó el camino para convertirse en su cabeza de cartel para las próximas elecciones al Parlament, las del 28 de noviembre. No como un moderado, claro. Uriel Bertran, su fiel aliado interno, se lanzó junto con una serie de grupos radicales ajenos al partido, e incluso con la indirecta intervención de un ala de Convergència Democràtica, a una campaña de agitación consistente en organizar votaciones populares sobre la independencia de Cataluña. Simple desestabilización antiautonomista que contribuye a menoscabar al Gobierno y su acción.

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Esta campaña se ha convertido, en la práctica, en el vivero en el que han crecido los afiliados de los nuevos partidos creados por Carretero y por el ex presidente del FC Barcelona Joan Laporta. Con ellos se ha ido tambien Uriel Bertran y la plataforma que había creado en ERC. Entre todos amenazan con arrebatarle a Puigcercós una parte de su electorado.

El balance provisional de todo este proceso de ERC no es nada halagüeño. La incapacidad para resistir a la presión radical que no cesa de gritar "¡independencia, independencia!" ha impedido a Esquerra lograr uno de sus principales objetivos de 2003: pasar de partido de reivindicación y agitación a fuerza de gobierno, adquirir el perfil de socio fiable, constructivo, capaz de gestionar la Administración aun a costa de sacrificios partidistas.

En suma, todo lo contrario a prestar urnas oficiales para la agitación política.

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