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Columna
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Un Estatuto no apto para ambiguos

En vísperas otra vez de la temida sentencia de Tribunal Constitucional se vuelven a oír las admoniciones de los jefes de la tribu que ya en su día, afirman, advirtieron del peligro de meterse en el berenjenal de la reforma estatutaria. Es, sobre todo, la cansina cancioncita de aquellos que hicieron o hacen de la ambigüedad su carta de presentación e incluso un cierto modus vivendi. Pero todos ellos encierran, me temo, oscuras razones. Jordi Pujol, por ejemplo, que difícilmente podía ver en el nuevo Estatuto nada que no fuera una enmienda a la totalidad póstuma a su gestión. O Josep Antoni Duran i Lleida, que estaba en Baqueira cuando Artur Mas y José Luis Rodríguez Zapatero pastelearon la norma. O los autores de La Rectificació, que vieron como en Madrid perdían su aura de catalán bueno y pasaban a ser sospechosos.

Desde el 30 de septiembre de 2005 nadie puede decir que los catalanes juegan con las cartas marcadas

Todo el mundo tiene sus motivos, es cierto, pero vayamos a los hechos, a la historia reciente. ¿Acaso no había un clamor y se tejió una amplia unanimidad a partir de 2002 alrededor de la idea de que si no se renovaban las reglas del juego la autonomía catalana estaba amenazada por la deriva aznarista? ¿No era ya evidente, en la agonía del pujolismo, que el manido peix al cove ya no daba para más y alimentaba la imagen del catalán chantajista e insolidario? ¿No estábamos suficiente maduros los catalanes para, tras casi 30 años de democracia, pactar entre nosotros un horizonte nacional para presentarlo después a España y que nadie, nunca más, pudiera decir que no se sabía lo que querían los catalanes? Me cuesta creer que los agoreros de hoy no fueran animadores de ayer. Me remito a las hemerotecas.

El Estatuto aprobado por el Parlament el 30 de septiembre de 2005 es, posiblemente, el principal hito de la historia reciente de Cataluña. Por primera vez, sin el aliento de los fusiles en la nuca, los catalanes ponían negro sobre blanco en la relación que querían con España. Nadie puede decir, desde ese momento, que los catalanes juegan con las cartas marcadas. Lo que quieren, al menos en 2005, está escrito y refrendado por el 90% de los diputados del Parlament, que es, conviene recordarlo, el depositario de la soberanía de Cataluña. Un Estatuto de corte confederal, lógico si se tiene en cuenta que los confederales y los independentistas eran y son mayoría en la Cámara, pero admisible también para los federales.

Es imprescindible pues, aclarar una cosa: el Estatuto de los catalanes es el del 30 de septiembre de 2005. El otro, el que ahora está analizando con lupa el Constitucional, es el Estatuto pactado con las Cortes Generales, donde reside la soberanía española. Es un texto transaccionado, fruto de un proceso negociador que puso en evidencia las vergüenzas del sistema de partidos catalán y español, pero que resultó aceptable finalmente para una mayoría de catalanes como lo que era: el mejor Estatuto posible en aquel momento. Que ahora ese Estatuto, pactado con generosidad y con grandes renuncias, esté amenazado es lo que enerva a la sociedad. No por su contenido en sí, sino por lo que significa de acuerdo con la otra parte, a la que también atañe. Es el equivalente a perder en los despachos lo que se ganó (o se empató) en el terreno de juego de la legalidad. Una estafa, en suma, o peor, un pacto traicionado.

Una sentencia contraria del Tribunal Constitucional equivaldría, en este sentido, a desandar lo acordado, un paso atrás. Por eso la reacción del PSOE será determinante. Si respeta el pacto en sus términos políticos a pesar de la sentencia, habrá camino por recorrer. Pero seamos claros; nada apunta a que vaya a ser así y de ahí los últimos llamamientos desesperados de Montilla e Iceta. Porque saben que si el pacto se rompe no tendrán argumentos para defender el Estatuto de junio de 2006, el de Mas y Zapatero. El revés obligará a volver la vista al texto del 30 de septiembre y afrontar una cruda realidad: que Cataluña no cabe en esta Constitución. Y en ese caldo de cultivo ya no habrá lugar para ambigüedades.

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