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Columna
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Evitar el socialismo para ricos

Antón Costas

Imaginen que esos banqueros y empresarios que nos proponían desregular toda la economía y sacar al Estado de cualquier actividad que no fuese la de policía y de justicia (la ley y el orden) hubiesen logrado su objetivo. ¿Quién atendería ahora sus angustiadas llamadas de auxilio para que el Estado les rescatase de las situaciones de quiebra?

El Estado regulador ha sido el gran invento del siglo XX. No me refiero al Estado interventor (en nuestro caso, el franquista), sino al llamado Estado keynesiano (en memoria del gran economista liberal John M. Keynes, que propuso soluciones eficaces contra la Gran Depresión de 1929), capaz de estabilizar la economía cuando las cosas vienen mal dadas y de garantizar el bienestar de los ciudadanos. Ese gran invento hay que protegerlo tanto de sus enemigos como de algunos de sus más fervientes partidarios.

Para juzgar si las fórmulas son las idóneas, hay que conocer los detalles, porque en ellos está el demonio

¿Debemos utilizar al Estado -es decir, los impuestos de los ciudadanos- para salir al rescate de bancos que en épocas de vacas gordas hicieron elevados beneficios y pagaron astronómicas retribuciones a sus directivos, pero que ahora se ven amenazados de quiebra por la imprudencia, avaricia e incompetencia de esos mismos directivos? Éste es el debate en curso tanto en EE UU como en la Unión Europea y en España.

Es tentador defender que en el pecado llevan la penitencia. O que cada palo aguante su vela. Pero hay razones para no caer en la estupidez de dejarse sacar un ojo si al enemigo le sacan los dos. Una quiebra bancaria generalizada no sólo se llevaría por delante a los imprudentes, sino al conjunto de la economía al provocar una depresión del crédito. De ahí que tenga sentido una cierta nacionalización del riesgo que amenaza de quiebra al sistema financiero. Pero antes de entrar en los detalles de esa nacionalización, veamos de dónde surge el riesgo de depresión.

En los años de dinero barato y abundante, muchas personas y empresas se endeudaron más allá de toda prudencia. La idea era que todo lo que se podía comprar subía, subía y subía, y nunca bajaría. Eso llevó a muchos a comprar todo lo que les financiaban los bancos, sin poner un euro propio, y a muchos otros a endeudarse para especular con activos financieros e inmobiliarios. Vamos, la locura.

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Déjenme hacerles una recomendación: acérquense a alguna librería o biblioteca y lean el capítulo De cómo fui protagonista de las locuras de 1929 de la biografía de Groucho Marx. Es la mejor descripción breve que conozco de cómo nos podemos volver locos con la Bolsa y creer que es posible hacerse rico sin trabajar. "Marx, la broma ha terminado", le dijo su asesor de inversiones a Groucho el martes negro del 29, cuando, de repente, Wall Street se hundió y el pánico se extendió como reguero de pólvora.

Ayer como hoy, después de comprar activos con el dinero que no se tiene, siempre llega un momento en que algo hace que la broma se acabe. A partir de ese momento, la gente endeudada intenta vender activos y con lo recaudado reducir su deuda. Pero como todos, llevados del pánico, quieren vender al mismo tiempo, se produce lo que el economista Irving Fisher llamó la "desbandada de vendedores". Esto hace que el remedio sea peor que la enfermedad, porque la caída de precios se intensifica y el riesgo de quiebra es mayor. Además, como los potenciales compradores conocen esa necesidad de vender, esperan a comprar para obtener un precio aún más bajo. Esta inhibición de los compradores hace que los precios se hundan aún más, poniendo a los vendedores en situación de quiebra.

Pero una fuerte y repentina caída de los precios de los activos no sólo arruina a los muy endeudados, sino que puede arrastrar también a los bancos, empresas y personas con un balance saneado. Eso es así porque la caída de precios produce una fuerte pérdida de riqueza en el activo de las economías. Entramos entonces en riesgo de depresión generalizada provocada por la desaparición del crédito bancario y la caída del consumo de los hogares. Eso es lo que ocurrió en 1929 y lo que puede ocurrir ahora.

¿Qué hacer para evitar la depresión? Alguien tiene que actuar como mano visible reguladora, actuar como esos grandes depósitos que existen en el subsuelo de las grandes ciudades como Barcelona para embalsar las aguas pluviales en los momentos de grandes riadas y soltarlas de forma controlada una vez que el temporal amaina.

En este caso, esa labor reguladora la puede hacer el Estado nacionalizando el riesgo de quiebras a través de algún organismo que actúe como comprador de última instancia. Aunque también la podrían realizar grandes inversores privados. De hecho, en estas situaciones surgen buenas oportunidades de negocio. Recuerdo que a Manuel Girona, banquero catalán del siglo pasado, le preguntaron una vez cómo se había hecho rico. "Dándole gusto a la gente", contestó, "es decir, comprando cuando la gente quiere vender y vendiendo cuando quiere comprar".

Pero en este momento, esa función de comprador de último recurso la tiene que hacer el Estado. Hay que hacer algo que evite el riesgo de depresión, pero hay que hacerlo evitando que se utilicen los impuestos de los ciudadanos para salvar patrimonios privados y mantener las elevadas retribuciones de los directivos. Y lo que se haga no puede ser un simple "paréntesis en la economía de mercado", como con fraudulenta inocencia pidió el presidente de la patronal española. Tiene que significar una modificación radical del modelo del sistema financiero desregulado que nos ha conducido a esta crisis.

Pero para juzgar la idoneidad de las fórmulas que finalmente se aprueben hay que esperar a conocer los detalles, porque en los detalles está el demonio. En este caso, el peligro es que nacionalizando los riesgos se haga socialismo para ricos. Es decir, privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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