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Columna
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Exorcismos

Hasta hace una década, cuando politólogos, historiadores o periodistas hablábamos de la ultraderecha, nos referíamos a discursos y partidos de un nacionalismo agresivo y excluyente, antiparlamentarios, nostálgicos o benevolentes con respecto a los dictadores del pasado (Franco, Hitler, Mussolini, Pétain...), racistas más o menos explícitos, antisemitas, defensores acérrimos de una moral tradicional. De ultraderecha eran los seguidores y epígonos de Blas Piñar en España, el Front National francés, el British National Party, el FPÖ austriaco, el NPD y Der Republikaner en Alemania o el Partido Liberal-Demócrata ruso de V. Jirinovski, entre otros.

De entonces acá, sin embargo, cada vez que hay elecciones en un país europeo, las crónicas y los análisis mediáticos se llenan de inquietantes denuncias sobre el ascenso de fuerzas etiquetadas "de extrema derecha", "ultranacionalistas", "xenófobas" o "populistas", como si los cuatro conceptos fuesen sinónimos. ¿Qué está ocurriendo? ¿Volvemos acaso a la década de 1930, cuando el fascismo se extendía imparable por el continente?

Los políticos catalanes que denuncian expolio fiscal y exceso de solidaridad hacia el sur peninsular subvencionado, ¿son una tropa de camisas pardas?

A mi juicio, ocurren dos cosas distintas. De un lado, en países de pobre tradición democrática y con irredentismos pendientes, el impacto de la crisis ha dado vida o nuevo vigor a partidos de ultraderecha en el sentido clásico y propio del término: el Jobbik húngaro, el Romania Mare del poetastro y demagogo rumano Corneliu Vadim Tudor, el Ataka búlgaro, algunos grupos en Polonia, Eslovaquia o Grecia... Por otra parte, en las democracias sólidas del norte y el oeste de Europa, surgen o suben fuerzas que, sin ser de extrema derecha, rompen con el consenso de lo políticamente correcto y recogen -de ahí su crecimiento- preocupaciones y protestas sociales muy extendidas, pero desdeñadas desde el establishment político tradicional. Sería el caso de la Lista Pim Fortuyn -creada por un homosexual notorio- o del posterior Partido por la Libertad en Holanda, del Partido del Progreso noruego, del Partido del Pueblo Danés, de los Demócratas Suecos, etcétera.

El último de estos grupos en salir a escena ha sido el de los Auténticos Finlandeses, y de inmediato lo ha fulminado el anatema. "Curioso nombre que ya lo dice todo...", sentenciaba cierto articulista barcelonés que fue rojo y ahora es rojigualdo. Pero resulta -lo explicó un lector de EL PAÍS, traductor de profesión, el jueves 21- que el nombre del partido, Perussuomalaiset, significa en realidad "finlandeses de base" o "de a pie". No importa. ¿Cuáles son los elementos doctrinales que han permitido a la prensa internacional tachar a este grupo de "ultraderecha antieuropea"? ¿Se declaran acaso herederos del Movimiento Lapua, el fascismo finlandés de entreguerras? ¿Reivindican tal vez la Carelia arrebatada por Stalin en 1945? ¿Propugnan la expulsión en masa de los inmigrantes?

En absoluto. El presunto ultraderechismo de Perussuomalaiset se fundamenta en que son euroescépticos, en que están hartos de sufragar con sus impuestos la mala gestión y los derroches de griegos, irlandeses o portugueses, y en que exigen mayor control de la inmigración y el fin de los abusos en el derecho de asilo. Si esto es un programa de extrema derecha, entonces la Noruega que ha rechazado por dos veces entrar en la UE, ¿es un trasunto del Tercer Reich? Y los políticos catalanes -casi todos- que denuncian el expolio fiscal y el exceso de solidaridad hacia el sur peninsular subvencionado, ¿son una tropa de camisas pardas? Y la gestión y el discurso del alcalde y después ministro Celestino Corbacho en materia inmigratoria, ¿fueron propios de la República de Salò?

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Sospecho que, denunciando ultraderechismos con tanta alegría, lo que se pretende es exorcizar problemas reales que esos partidos tal vez exageran: la solidaridad interterritorial abusiva, el fundamentalismo islámico incrustado en Europa, la inmigración sin límites, el multiculturalismo fracasado... Pero los exorcistas se esfuerzan en vano: la realidad, si la echan por la puerta, regresará por la ventana.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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