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Fotografías

Jordi Soler

El ordenador, ese instrumento que sirve para facilitarnos la vida, puede ser, igualmente, un elemento de desconexión entre padres e hijos; a estas alturas del milenio es habitual que, por poner un ejemplo, el rey del chat, del hacking y del fraude cibernético tenga un padre que no sepa ni echar a andar un ordenador, esa máquina que todavía, para mucha gente, sigue siendo un invasor que palpita, con saña y cinismo, en medio del salón, un enemigo íntimo que, a diferencia de otros cacharros domésticos que en su época provocaron desconfianza, como la lavadora o el televisor, es un canal de comunicación, de ida y vuelta, con el mundo exterior, al que ese padre de otro tiempo no tiene acceso. Para ir normalizando la relación con ese invasor que palpita en el salón, el Ayuntamiento de Barcelona ofrece, desde hace dos años, cursos gratuitos, en escuelas de cuatro o cinco barrios de la ciudad, para poner al día a quien lo necesite.

La fotografía de Oona O'Neill con traje de comunión le gusta tanto a Carlos Saura que la ha incluido en dos de sus películas

Dentro de unos años el ordenador dejará de ser un invasor para el sector más antiguo de cada casa y entonces, de manera casi insensible, habremos dejado atrás toda una época y una enorme cantidad de objetos e instrumentos que, dentro del nuevo universo que impone el ordenador, serán obsoletos, como, por mencionar ese del que escribiré a continuación, las fotografías reveladas e impresas en papel.

El director de cine Carlos Saura contaba hace unos días, en una galería de Barcelona (Círculo del Arte) que expone ahora una selección de sus fotografías, la impresión que le causaron los álbumes familiares de Oona O'Neill, esa inquietante mujer que era hija de Eugene, el escritor, cuarta esposa de Charles Chaplin y madre de Geraldine, esa no menos inquietante actriz hispanófila que fue mujer del cineasta y madre de uno de sus hijos; de ahí que Carlos Saura haya tenido acceso a los álbumes fotográficos de la familia Chaplin O'Neill, que eran un montón de libros gordos de hojas negras que, según dice, tenían un diseño fascinante y caótico, con las fotografías colocadas de manera excéntrica, puestas al buen tuntún, y además, cuenta Saura, en muchas aparecía siempre un personaje movido, fuera de foco o de plano, irreconocible, que era invariablemente la misma Oona O'Neill. La foto fetiche de Carlos Saura, la que más le gusta, es una donde aparece Oona, su ex suegra, con traje de primera comunión; es una foto borrosa, donde ella aparece movida como siempre y, sobre todo, muy parecida a su hija Geraldine. Esta foto le gusta tanto a Saura que la ha incluido en dos de sus películas y ahora, en esta exposición que inauguró hace unas semanas, la ha colado, como un polizón, en medio de fotografías suyas. Oyendo hablar a Carlos Saura apasionadamente de su oficio de fotógrafo, un oficio que ya practicaba antes de dedicarse al cine, me puse a pensar en todo lo que hemos ganado con las cámaras digitales; de entrada, la fotografía se ha democratizado, el mismo Saura ha quitado el cuarto oscuro que tenía en su casa y ahora procesa fotos en su ordenador, lo que hemos ganado es muy evidente, plausible incluso, pero también hemos perdido ciertas cosas que, pensándolo bien, desde una perspectiva romántica y a contrapelo de los tiempos que corren, deberíamos reconsiderar.

Los álbumes de fotos, como los que hacía Oona O'Neill, van camino de la extinción, están destinados a convertirse en objetos de gente necia, serán, si no es que ya lo han sido, arrasados por los portarretratos electrónicos, o por las antologías que puede uno irse haciendo en el ordenador, en el Iphone o en el móvil; ¿para qué sirve un álbum de cartón frente a tal cantidad de opciones?, me parece que para que las fotos puedan envejecer y tengan pátina, es decir, vida propia, y también porque en el álbum se pueden escribir cosas y esas líneas luego terminan siendo tan importantes como las fotografías, que montadas en una hoja por alguien adquieren cierta personalidad, cierto valor añadido, como ese diseño fascinante y caótico que, según Carlos Saura, tenían los álbumes de Oona O'Neill. También hemos perdido la oportunidad de hacer fotografías malas, movidas o fuera de foco o de centro, como esa fotografía fetiche que está colgada ahora en el Círculo del Arte, porque la inmediatez con que ahora vemos la foto que hemos hecho, más la posibilidad de repetirla varias veces sin costo alguno hasta que salga bien, son una tentación que te lleva a buscar la imagen perfecta; pero resulta que cuando podíamos hacer fotografías malas, contábamos con otra, digamos, opción estética, teníamos la oportunidad de congelar a una persona en un momento de gracia extrema, dotada de algo que sobresalía más allá del foco, o del centro, o de lo movida que estuviera la fotografía, una opción que hoy simplemente desecharíamos; esto justamente hemos perdido, la parte inexplicable, el misterio, el azar, la magia.

Jordi Soler es escritor.

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