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Columna
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Gobernar es dirimir, tomar decisiones

Enric Company

Uno de los primeros jarros de agua fría que cayeron sobre el catalanismo después de la restauración de la democracia tras la dictadura franquista llegó en 1981, cuando el Tribunal Constitucional se cargó de plano una ley del Parlament que pretendía traspasar a la Generalitat las funciones y servicios de las Diputaciones provinciales relativas a la administración local.

Era la ley catalana 6/1980 y fue aprobada por amplísima mayoría porque la apoyaron CiU, PSC, PSUC y ERC. Aquel traspiés convenció al entonces presidente Jordi Pujol de que no podía jugar con las provincias y de que, si acaso, el campo de juego estaba en las Cortes, no en el Parlament. Y así fue como, mucho más adelante, CiU consiguió en las Cortes y con el primer Gobierno de José María Aznar nada menos que la supresión de los gobernadores civiles en toda España, una figura política de arraigo gemelo al de las provincias y diputaciones.

El Gobierno no debe echarse atrás ante las inercias de las diputaciones y de las contradicciones territoriales

La supresión de las provincias y, con ellas, de las diputaciones provinciales, era un añejo objetivo del catalanismo. El sistema provincial creado en 1833 había sido denostado por el movimiento catalanista desde sus orígenes porque respondía a un modelo jacobino, francés, que organizaba el territorio según divisiones de extensión relativamente similar aptos para ser gobernados desde la capital, Madrid, bajo criterios también relativamente homogéneos. Un hospital clínico para cada provincia, una cárcel para cada provincia, una delegación del Banco de España para cada provincia, un jefe de policía, etcétera. Y una diputación para administrar y controlar los intereses supramunicipales y locales para cada provincia. Esto supuso la negación de Cataluña como unidad política y administrativa, no digamos ya estatal. De ahí que el rechazo a las provincias persistiera tanto en los programas del catalanismo, tanto en el conservador como en el de izquierdas.

Aquel sueño era, también, el de sustituir las instituciones administrativas del Estado español por otras propias de Cataluña. Era un deseo tan ideológico como político, en el sentido de que se había configurado históricamente como proyecto para un futuro ideal más que como expresión de los intereses territoriales realmente actuantes a escala local y sus concretas correlaciones de poder. Hubo un breve ensayo de instauración de una división territorial propia de Cataluña durante la Segunda República, pero apenas pasó de los papeles porque llegó ya en plena Guerra Civil. Antes, en 1914, la experiencia de la Mancomunidad de Diputaciones dirigida por Prat de la Riba vino a demostrar que gobernantes competentes y con proyecto pueden lograr grandes objetivos políticos tanto si el instrumento es una diputación como una veguería.

El arrastre de todo este caudal histórico llega ya muy agotado a principios del siglo XXI cuando las realidades ideológicas, políticas, constitucionales y administrativas son muy distintas de las que le dieron origen y cuando la Generalitat es una potentísima administración muy pegada al territorio. Pero las veguerías son un compromiso firmado en su día por PSC, ERC e ICV e incluido en su Plan de Gobierno para esta legislatura. Su creación como sustitutas de las diputaciones provinciales figura en el vigente Estatuto de Autonomía y, a juicio de acreditados juristas, es perfectamente constitucional. De hecho, en España hay siete comunidades autónomas que han sustituido a otras tantas provincias, en las que no hay diputaciones.

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La pretensión de aplicar este punto del programa del tripartito produce, sin embargo, dos tipos de oposición. Por una parte, afecta a instituciones ya existentes, con sus propias dinámicas políticas, funcionariales, etcétera. Hay que tenerlas en cuenta, pero no pueden convertirse en muralla insalvable. Por otra parte, es un asunto que se presta como pocos al ejercicio de la demagogia de las contradicciones territoriales, una tentación particularmente atractiva cuando se está a menos de un año de las elecciones.

Manipular este tipo de agravios es siempre un ejercicio arriesgado, aunque algún partido pueda pensar que le reportará beneficios. Pero sería una irresponsabilidad inaceptable. Nada justifica que el Gobierno se eche atrás por mucho que alguien agite la competencia entre Vic y Manresa o Reus y Tarragona.

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