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Columna
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Gorras, boinas y sombreros

Rosa Cullell

Hay pequeños placeres que por un exceso de pudor ante lo prescindible sólo nos permitimos en situaciones extremas. Llega la ola de frío siberiano y los señores que, en circunstancias normales, no se atreven a salir a la calle con la boina calada, el sombrero de lana o la gorra de visera, andan ahora la mar de contentos con su cabeza bien cubierta. Gracias a las bajas temperaturas, que exageramos por gusto y ganas de charlar de cosas intrascendentes, sucede lo imprevisto. Un hombre te cede el paso y, al cruzar por delante, se quita el sombrero. Si se pusiera a llover, estás segura de que ese desconocido taparía los charcos con su abrigo de lana inglesa. Puro y cálido placer.

Hombres de todas las edades se atreven estos días, sin temor al ridículo, a lucir una prenda casi perdida. Los vientos helados han rescatado los viejos sombreros con cinta de seda de sus abuelos, que llevaban años, envueltos en papel celofán, en los armarios del Eixample. Los nietos suben la Rambla de Catalunya sintiéndose señores de Barcelona, más que nunca en los últimos inviernos.

Hombres de todas las edades se atreven estos días, sin temor al ridículo, a lucir prendas casi perdidas

Los más osados, los que llevaban años soñando lucir boina vasca o gorra escocesa, se han decidido, por fin, a entrar en la mítica tienda de sombreros Obach, en la calle del Call. Han sido años pasando por delante, suspirando frente al aparador. Allí están los Obach, desde 1924, aguardando a que entren. Cruzan la puerta de madera y el dueño, con una sola mirada, ya les ha medido el cráneo. Abre cajas de madera, muestra los contenidos de las vitrinas y, sólo si se lo piden, aconseja. Los caballeros, que así se sienten los compradores, salen con la boina puesta, ladeada hacia delante o a un lado, según gustos, o con la gorra atrás, desafiando miradas. Tan atrevidos.

En los restaurantes vascos que han inundado de pinchos las ciudades catalanas, los parroquianos aprovechan para marcar la diferencia y el origen. Los guipuzcoanos las llevan pequeñas y los bilbaínos se sienten superiores con sus boinas de vuelo amplio, que los de Tolosa critican por no ser, dicen, las auténticas vascas. Hay que admitir que no todo el mundo puede lucir esa boina de Bilbao. ¡Qué hombre tan elegante el que es capaz de dejar que caiga, casi sin tocarla, sobre su cabeza! Otros se la calan hasta las cejas, en un intento excesivo de tapar orejas y frente, gesto que les inhabilita para el arte de cubrirse con estilo. Nadie les ha advertido de que sólo las francesas de pura cepa, esas chicas con grandes ojos y pelo a lo garçon, pueden permitirse la boina calada.

La boina y el sombrero nos devuelven, gracias a un enero gélido, imágenes mil veces vistas en el cine, imaginadas en las novelas, repetidas en los documentales de época. Vuelven los partidarios de la boina a sentirse Unamuno, que la alababa por "niveladora, cómoda y barata". Los del sombrero se asemejan a Gaudí, que los compraba de fieltro o de paja, según la estación, en la famosa Casa Arnau. Pueden los más modernos y menos románticos, los que renuncian a acariciar el mostrador de roble americano de los Obach, encargar por Internet una boina de crochet o una txapela de lana en La Favorita. Antes del pedido deberán medirse la cabeza, pues no contarán con la ayuda de esos sabios sombrereros que aún nos quedan. Deberán hacerlo siguiendo las instrucciones, para no acabar apretando en exceso las sienes o dejando la vista en la entretela: "Se mide desde la mitad de la frente a la parte más ancha y posterior de la cabeza, acabando de este modo la circunferencia". Según los centímetros o las pulgadas, la tabla dará su cruel veredicto: pequeña o extra-large, que el tallaje también se ha modernizado.

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El frío acabará escondiéndose en los Pirineos y los señores colgarán el sombrero tirolés en el perchero de la casa de la Cerdanya. El payés se quitará la barretina, que ha sacado del baúl por las heladas, y no la recuperará hasta diciembre para hacer de pastoret en el ateneo del pueblo. Las chicas no volverán a lucir sus gorros con pompones y los niños olvidarán en un cajón el pasamontañas rojo, el que lo tapa todo y permite sacar la lengua a los mayores sin que se enteren. Y los Obach, padre e hijos, se sentarán a esperar un nuevo invierno siberiano de viento seco, cuando el frío parece frío de verdad, del de antes.

Aunque podría ser distinto. No esperaríamos a que el hombre del tiempo nos marque el momento de hacer las cosas que siempre hemos deseado. Llegará entonces la primavera y los chicos decidirán entre el sombrero de paja toquilla, estilo Panamá, el que Marlon Brando lleva en el Padrino, o el de lino blanco con cinta marrón, el favorito de cualquier cónsul honorario. Llevaremos a la planchadora el traje de hilo para tenerlo almidonado antes del verano. Los parques se llenarán de mujeres con pamela, una pieza que todas hemos admirado en la distancia, envidiando a esas extravagantes inglesas de Ascott que plantan nidos entre los pliegues de organdí de sus sombreros. Llegará agosto y un extraño calor africano nos animará a comprar abanicos de nácar o marfil, sin temor a parecer cursis o carcas. Iremos a la modista y, olvidando que somos mujeres de costumbres y gustos sencillos, encargaremos un vestido palabra de honor, con los hombros al aire, que combine con sandalias de alto tacón. Nos atreveremos a hacer todo eso. Saldremos a la calle. Y a nuestro paso, ellos se quitarán el sombrero.

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