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Hacer política o hacer país

Todo el mundo coincide en notar en nuestro entorno un desprestigio de la política, tanto en la anécdota popular como en la consideración reflexiva y sopesada. En esta niebla de desprestigio se esconden, sin duda, las pantomimas de los antidemócratas vergonzantes con el conocido truco de subrayar hipócritamente la imperfección para hacerla protagonista del derrumbe. Consciente o inconscientemente, una buena parte de los críticos belicosos son, pues, nostálgicos de los antiguos regímenes. Pero hay que reconocer también que una buena parte de los descontentos y desengaños lo son porque al concepto básico de política se han añadido deformaciones de método y de comportamiento que tendrían que ser accesorias e intrascendentes, pero que han acabado dominando y tergiversando aquel concepto.

La falta de programas comprometidos y el descrédito de los líderes hacen que el ciudadano pierda la confianza en la política

La primera deformación es el papel que han adquirido los partidos políticos. Se dice que sin partidos no es posible el mecanismo representativo que está en la base de la democracia. Es cierto, pero quizá el problema no es tan simple ni tan radical. Seguramente no es necesario que los partidos sean en sí mismos tan antidemocráticos, impositivos, egoístas, mentirosos y corruptos, unas características demasiado generalizables que no son sólo consecuencia de malas actuaciones concretas y personales, sino del sistema operativo impuesto por la misma legislación. Son evidentes y harto conocidos temas tan candentes como las listas cerradas, que evitan las reales e indispensables referencias entre la política y la ciudadanía; la disciplina del voto de los militantes elegidos en parlamentos y comisiones, que anula la capacidad dialéctica de los propios políticos y sustituye su responsabilidad personal; el sistema de financiación de los partidos, con el doble perjuicio de ser un medio para el sostenimiento de un aparato excesivo -convertido en un paraíso de cesantías para la militancia- y un campo abonado para las diversas corrupciones directamente partidistas o para el disimulo de las mestizas más inconfesables.

La veracidad y el compromiso, la precisión temática y las bases ideológicas de los programas electorales tendrían que ser otra de las grandes exigencias de la ciudadanía: dar al voto una evidente consistencia política. Y esto, desgraciadamente, ocurre en muy pocas ocasiones porque, para evitar los compromisos y la exigencia posterior de los votantes, cada partido sabe elaborar unos programas que son simplemente unas serpientes de adjetivos laudatorios sin sustantivos concretos. El bienestar social, la abundancia de servicios, la mejora escolar, el apoyo cultural, el control urbanístico, etcétera, se afirman desde todos los partidos con énfasis publicitario, con vaguedades poéticas, pero casi ninguno explica, por ejemplo, la procedencia de los recursos económicos -es decir, la política fiscal de apoyo y los criterios políticos que la justifiquen- que ha de posibilitar una equidad social y ofrecer una seguridad operativa. A todo ello hay que añadir la insuficiencia política de la mayor parte de los líderes beligerantes y la falta de confianza en la veracidad de sus programas abstractos y volátiles, siempre más preocupados de la contienda electoral que de la integridad incombustible de una idea política. El actual espectáculo del País Vasco puede acabar siendo un insulto a la ciudadanía. Después de dejar fuera de la contienda a los partidos radicales, el PSOE y el PNV serán capaces de mantener acuerdos contra natura -contra cualquier interpretación política abierta y razonable- para conquistar un liderazgo inestable y contradictorio como un objetivo electoral, al margen de cualquier fidelidad ideológica, sin responsabilidad respecto a los contenidos de las campañas. Nadie se refiere a la política. Lo que se discute es el puesto de mando.

Así, ante las equivocadas fórmulas operativas de los partidos, tan escasamente democrática como el mismo sistema electoral, la falta de programas políticamente comprometidos y la insuficiencia y el descrédito de los líderes -habituados a la mentira y al insulto-, el ciudadano ha perdido la confianza en la política. O la considera inútil, sin darse cuenta de que eso que abomina no es precisamente la política, sino la mala utilización de unos instrumentos, unas personas y unos partidos que hay que sanear radicalmente. Algunos se refugian en el abominable recurso de "menos política y más país". Como si se pudiera "hacer país" sin "hacer política". Como si los problemas no fuesen esencialmente políticos. Como si el posible convenio entre el PSOE y el PP en el País Vasco no fuese un escándalo político de gran magnitud, justificado por un momentáneo "hacer país" -atribuirse un país sin un programa político solvente, jugando sólo con el electoralismo-, disfrazado con una falsa excusa de gobernabilidad que, por falta de entereza política, no será ni siquiera capaz de enfocar ningún problema de país.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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