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EL ÚLTIMO DOMINGO

Historia universal de la huella

Enrique Vila-Matas

El individualismo ha producido pocos individuos. Pero a la individualista historia del descubrimiento de las huellas dactilares en Occidente no le faltan personajes bien singulares, que parecen prestos para ser facturados directamente hacia una novela que trataría de la historia universal de la huella. Que esa historia haya producido algunos individuos bien únicos (Juan Vucetich, Alphonse Bertillon, Jan Evangelista Purkinje, Henry Faulds, Francis Galton, entre otros) no deja de ser un dato que encaja a la perfección con la extrema singularidad de toda huella dactilar. Como se sabe, no hay ninguna igual a la otra. De terror tendrá que ser la novela que se ocupe del rastro humano que vamos dejando. Y no hay duda de que la última huella del mundo dará pánico. Pero, ¿será huella si no la ve nadie?

Lo primero que sorprende de esa historia universal es lo mucho que tardamos los occidentales en descubrir que los dedos de la mano podían servir para identificar a las personas. En comparación con China y Japón, la diferencia de años fue de más de 1.200. Porque en Europa no se empezó a pensar en todas estas cuestiones hasta 1880. Tras haber leído Fingerprints, de George Wilton, Robert Musil reflexionó sobre este retraso occidental con respecto a China y Japón, aunque no mencionó que ya en las antiguas Babilonia y Persia se usaban las impresiones dactilares: "Un ejemplo de cómo el desarrollo de la cultura no siempre logra reencontrar por otras vías en un plazo de tiempo razonable lo que pierde o descuida".

Cultura nuestra de la pérdida, del constante y mortal olvido. Puede, por ejemplo, que un día desaparezcan de la faz de la tierra todos los libros de la era de la imprenta y de la digital y no quede memoria alguna de ellos. Y que una buena mañana, dentro de unos cuantos siglos, aparezca un segundo Gutenberg, que entusiasme con su invento a la aburrida humanidad de esos días. Y puede también que surja entonces alguien que escriba como Defoe sin saberlo y haga que regrese para el mundo de los lectores la huella del salvaje Viernes en la playa desierta de Crusoe.

Cuando en 1888 apareció en Londres Jack el Destripador, estaba vigente allí un equivocadísimo método antropométrico (un invento para identificar culpables del policía francés Bertillon) que regía para todo Occidente y que consistía en la medición de varias partes del cuerpo y la cabeza, marcas individuales, tatuajes, cicatrices y características personales del sospechoso. Bertillon tuvo con su invento un fugaz gran éxito, hasta que le llegó la hora del más estrepitoso fracaso cuando se encontraron dos personas diferentes que tenían el mismo conjunto de medidas. No sobrevivió a la vergüenza de su gran ridículo. Y pasó a odiar a Juan Vucetich, un modesto policía argentino de la ciudad de La Plata, que en 1891 llevó a cabo las primeras fichas dactilares del mundo. Tras haber verificado su método con 600 reclusos de la cárcel de La Plata, en 1894 la policía de Buenos Aires acogió oficialmente el sistema de Vucetich, y no tardaron nada en adoptarlo enseguida el resto de las policías de Occidente.

O sea, que todo empezó en La Plata, esa ciudad simple y provinciana que Bioy Casares retrató con agudeza en La aventura de un fotógrafo en La Plata. El policía Vucetich, hombre de grisura inimaginable, acostumbrado a pensar solo en huellas, es todo un personaje para una buena novela. Cuando en 1913 visitó París para saludar a la policía francesa, el arrogante Bertillon le ninguneó, le hizo el más completo vacío. Demasiado apegado a su obsesiva egolatría, Bertillon no supo reconocer el interés de la dactiloscopia, el nuevo método de identificación que había reemplazado el sistema que él había inventado. Y aquí cabe preguntarse cuántas veces se habrá repetido esta historia en la que el arrogante creyó que los demás eran idiotas y, al final, resultó que el idiota era él. Sin duda, Bertillon habría sido un buen personaje para Flaubert. Y el policía Vucetich, con la cabeza llena de huellas en sus errantes paseos junto al Sena, un buen personaje para Ricardo Piglia. He conocido algunos Bertillones en mi vida. Se consideran tan superiores a los colegas de sus respectivas profesiones que ni detectan en sí mismos su cada día más manifiesta tontería o decadencia.

En Fingerprints Wilton describe a los héroes grises del mundo de las impresiones dactilares. Algunos de ellos, nos dice Musil, fueron ejemplo de mala suerte en el ámbito intelectual. Jan Evangelista Purkinje, por ejemplo, que investigó las relaciones existentes entre los surcos epiteliales y el sentido del tacto, pero -fue un ejemplo de lo que es la decencia checa- no pensó en la utilización de sus conclusiones en el campo de la medicina legal y criminal. Fue todo un personaje, un hombre íntegro. Se contentó con ser en 1833 el descubridor de las glándulas sudoríparas. Qué destino.

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Henry Faulds fue otro ejemplo de mala suerte intelectual. En 1880 escribió a la prestigiosa revista Nature proponiendo un método para tomar las huellas digitales. Pero no consiguió despertar el menor interés en Scotland Yard. Faulds parece salido de Plegarias atendidas de Truman Capote, aunque solo sea por la gran fiesta que dio en su casa dos días después de que The New York Times se riera en estos términos de la impericia británica para detener a Jack el Destripador: "Hay pánico en Londres. Pero es que Scotland Yard es, probablemente, la policía más estúpida del mundo". En los días que siguieron a aquella gran fiesta, una resaca interminable le hizo a Faulds dedicarse a contar en voz alta lo que denominaba la Historia universal de la huella, ese gran relato del que nunca se ha sabido nada pero que dejó suficiente huella para originar estas líneas.

www.enriquevilamatas.com

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