'InVICtus'
Lo más sorprendente de Invictus, la nueva película de Clint Eastwood, no es la dentadura postiza de Morgan Freeman en el papel de Nelson Mandela. Ni la hipertrofia muscular de Matt Damon como capitán del equipo de rugby. Ni siquiera el acento surafricano de los actores de Hollywood. Lo más increíble es que es una historia real. Y por lo tanto, es verdad que un país puede construirse sobre la base de un hatajo de energúmenos dándose de porrazos en un estadio.
El filme -y el reportaje original de John Carlin- muestra a la nación más dividida del mundo, dividida entre dos razas que implican dos clases sociales, dos niveles de derechos, dos leyes e incluso dos territorios separados geográficamente mediante una alambrada. Todas esas barreras se pueden resolver con medidas legales: un Gobierno puede tumbar los muros, repartir mejor la riqueza y derogar las leyes injustas. Pero hay un obstáculo más difícil de salvar: los sentimientos. Los blancos desprecian a los negros y los negros odian a los blancos ¿Cómo hacer que todos se sientan parte de la misma sociedad? Póngalos a ver el fútbol.
La moraleja de la película es que la identidad es arbitraria. Podemos reivindicar cualquier cosa para sentirnos parte de un grupo. De hecho, los seres humanos somos lo suficientemente tontos para amar a los que apoyan a nuestro equipo de rugby aunque antes nos hayan perseguido a balazos.
Y sin embargo, pocos políticos son lo suficientemente listos para aprovecharlo. Como vimos el mes pasado en Vic y como veremos a lo largo de las próximas campañas electorales, es mucho más fácil aprovechar las fricciones sociales para ganar votos a costa de ellas, especialmente si un grupo no vota. El problema es que eso agrava las divisiones. Admiramos a Mandela porque supo encarar los problemas de fondo, aunque le costasen apoyos en el corto plazo.
¿Tendremos a nuestro pequeño Mandela catalán, un líder político sentado en un estadio con una dentadura de diseño?
Me temo que, dicho así, lo único parecido es Joan Laporta.
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