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Indignación global

El año 2011 es el de unos movimientos de rebeldía de alcance imprevisible, empezando por la "primavera árabe", con unos cambios en el norte de África que no se producían desde el proceso de descolonización y que plantean una nueva situación geopolítica; y con capítulos como los saqueos en Londres, que aunque degenerasen, surgieron de la justa indignación por la represión impune y por un neoliberalismo que lleva cuatro décadas desmantelando un Estado de bienestar del cual Gran Bretaña fue modelo en la posguerra. Es la expresión de una desesperación que hace ya varios otoños se manifiesta en la autodestrucción de las periferias de las ciudades francesas y que, recientemente, ha llegado a lugares tan insospechados como Israel, protestando por la injusticia y la especulación inmobiliaria.

Los indignados nos dan una lección de activismo enérgico y capacidad de movilización, masiva y en los barrios

En todos los casos hay puntos en común, aunque las razones y resultados puedan ser distintos. El más sintomático es el de Chile, imprevisible para los que solo miran las cifras de la macroeconomía. ¿Cómo se explica que los estudiantes protesten en un país cuya economía crece y que los neoliberales llevan décadas poniendo como modelo? La respuesta nos desvela la permanencia del sistema educativo privatizado impuesto por Pinochet y nos recuerda que Chile fue, tal como explica la clarividente Naomi Klein, el primer país en el que se aplicó la "teoría del shock". Los jóvenes o son excluidos de la educación superior o deben cargar con el sobrepeso de estar de por vida devolviendo los intereses de su altísimo coste.

Todo ello nos demuestra no solo que la revuelta puede estallar mañana en cualquier lugar del planeta, convocada por razones dramáticas a través de las redes sociales, sino que lo que sucede en Chile es un anuncio de lo que puede ocurrir en países hoy en crecimiento, como Argentina o Brasil, cuando falle la coyuntura favorable de la soja, la minería y otros productos, si no aprovechan la bonanza económica para repartir, fomentando empleo, industria y educación, con políticas de vivienda social que equilibren países con tanta desigualdad. Ya sabemos que la esencia de este liberalismo es que las ganancias sean para unos pocos y se aproveche para debilitar y reprimir a los sectores más vulnerables.

En este panorama los indignados españoles constituyen un referente, aún por ver hacia dónde conduce. Destaca el convencimiento e irreductibilidad de centenares de miles de personas hartas del dominio esclavista de la banca, los intereses partidistas y un futuro que los jóvenes descubren que va a ser peor que el de sus padres si sigue este modelo, hipotecado por las deudas de nuestra "modernidad del crédito". Los indignados nos dan una lección de activismo enérgico y capacidad de movilización, tanto masiva como organizándose en los barrios. Pero también les faltan lecciones por asumir. De la historia: no la inauguran, por mucho que pretendan empezar de cero, y no afloran antecedentes clave como las luchas de los ecologistas y las feministas. De la política, necesaria, entendiendo que no todos los partidos y los políticos son iguales, y que si no se sabe distinguir los honestos de los corruptos vamos mal; y si pretenden que pueda ser un movimiento en el que no haya ni izquierdas ni derechas vamos peor. Y de estructuración, algo de lo que la izquierda clásica sabe, pero que va a ser difícil transmitir con tantos fracasos de fragmentación a cuestas. Y queda por ver su influencia y eficacia el 20-N, para desmentir que la izquierda ocupa las plazas y la derecha las urnas.

La buena noticia es que al neoliberalismo hegemónico le ha salido un rival difuso y musculoso y a la vez persistente: los movimientos de las masas indignadas, que pueden llegar a cambiar Gobiernos y leyes; y lo que es más importante, que están cambiando ya las ideas sobre el mundo y están proponiendo nuevas políticas pragmáticas, como en el caso de Islandia. El aviso es claro: las sociedades están atentas y no se dejan engañar. Si se reduce el Estado de bienestar donde existía y si no se invierten las ganancias coyunturales en el bien social, la revuelta está latente. Y el proceso tan solo ha empezado, aunque el cambio de modelo aún no se vislumbre.

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Josep Maria Montaner es arquitecto.

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