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EN LA CALLE / En la 'web'
Columna
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Jardines fascinantes

Tomàs Delclós

A pesar de todo, Barcelona tiene 152.000 árboles y 67 parques y jardines. Un buen sitio digital para buscar los rincones menos habituales, el parque pequeñito, encantador, es la web municipal www.bcn.cat/parcsijardins/. Dar una ojeada a sus páginas sobre la historia del ajardinamiento urbano permite descubrir que la naturaleza también se fabrica. Varios nombres de arquitectos están asociados al dibujo de su flora. La historia de los parques barceloneses tiene algo más de dos siglos y los primeros tuvieron una motivación higienista: dar pulmones a una ciudad densa, que crecía. Aunque el primero se creó, tras el derrumbamiento de la muralla, en 1816 (el promotor fue el capitán general de la época y estaba cerca de la Ciutadella), la política de parques se inicia algo más tarde. Cuando Josep Fontseré diseñó el parque de la Ciutadella, de 30 hectáreas, que albergaría la Exposición Universal de 1888. Otra exposición universal, la de 1929, sirvió para ajardinar Montjuïc. Auténticos sabios del paisaje urbano, como Nicolau Maria Rubió i Tudurí, que dirigió la política verde hasta su exilio durante la Guerra Civil, inspiraron esta paulatina urbanización verde de la ciudad.

Muchos han nacido tras la compra pública de fincas privadas, desde el Güell, urbanizado por Gaudí, hasta las adquisiciones en los años sesenta y setenta de fincas como Amèlia o de donaciones como el del Laberint d'Horta. Este último, por ejemplo, es uno de los que más llama la atención de los turistas que, por ejemplo, en www.virtualtourist.com/travel/Europe/Spain/Catalunya lo recomiendan con pasión. No son los únicos, el propio Borges lo cita en una de sus obras y Tom Tykwer lo escogió como uno de los escenarios de El perfume. Adrià Gual, a finales del XIX, estrenó la Ifigènia a Tàurida de Goethe con traducción de Joan Maragall. Màrius Serra, en Enigmística, aporta otro par de citas literarias sobre el lugar. Una de la canadiense Carol Shields (El sopar d'en Larry) y otra propia. Y apunta brevemente una teoría sobre la fascinación por el laberinto: un artefacto enigmístico que exige desentrañar un código desconocido, el del camino que permite salir del mismo.

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