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Columna
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Jordá, a la contra

Es hincha del Espanyol por las mismas razones por las que allá por su movida adolescencia, en los años cincuenta, se hizo comunista en un hogar de falangistas vencedores de una guerra, padre notario y jefe provincial del Movimiento en Girona, Gerona entonces: por provocar, por afirmar una visión del mundo a contramano de lo que de él se espera. Ha realizado, sinuoso Guadiana que va y viene por derivas que tal vez sólo él conozca, una producción, digamos, intelectual con tres grandes frentes abiertos: una, como guionista, su primera, ya muy lejana ocupación, esporádicamente retomada (suyo es, por ejemplo, el libreto que rueda estos días Vicente Aranda sobre Carmen); otra, como traductor, uno de los mejores que hayan vertido al castellano a autores italianos y franceses. Otra, en fin, como cineasta, y como todo lo suyo, aquí también ha resultado, gozosamente está resultando, en realidad, y desde hace ya años, tan estimulante como imprevisible.

Joaquín Jordá es un gran tipo. A veces, pocas, huraño y reservado, casi siempre provocador, incisivo; poco amante de la notoriedad; sarcástico con los que van de listos, solidario con los que lo necesitan. Supo ser el más brillante propagandista de aquel invento que se conoció como la Escuela de Barcelona, de la que surgió como principal teórico, hablando siempre del cine que hacían los otros, no de su Dante no es únicamente severo, aquel simpático engendro que correalizó con su malogrado amigo Jacinto Esteva y que fue el aldabonazo que sirvió de arranque a un movimiento tan efímero como fructífero, que durante dos o tres años hizo soñar a un puñado de locos, y a los pocos que veían sus películas, con una Barcelona más parecida al swiming London que a la castrante ciudad oficial de la que todos renegaban.

Muerto administrativamente el invento, cegados los tímidos caminos de apertura que un régimen agonizante zanjó, en los primeros setenta, Jordá marchó a una especie de exilio autoimpuesto, para rodar en Portugal un filme hasta hace poco perdido, y en Italia, el país que lo acogió durante algunos años, un par de productos militantes. De allí volvió, sólo para reintentar lo impensable: rodar un cine que pocos vieron, un filme militante que comenzaba por interrogar a sus propios actores y que no gustó demasiado, empezando por sus colaboradores, los obreros de la fábrica Númax, pero que visto hoy tiene la gallardía y el descaro de poner sobre la mesa todas las contradicciones que agarrotaban la lucha sindical, más que una hagiografía laica hecha de obreros heroicos y concienciados.

En estos días, Joaquín Jordà está de actualidad -no ha dejado de estarlo, en realidad, en los dos o tres últimos años- porque el joven Docúpolis, el festival de documentales de Barcelona, le dedica, con todo merecimiento, una retrospectiva en la que se podrá ver todo lo suyo en este terreno.

Desde su primer cortometraje, El día de los muertos, rodado cuando vivía en el Madrid de los primeros sesenta, hasta el imprescindible Monos como Becky, tal vez su obra más abierta y ambiciosa. Se podrá apreciar entonces, en todo su esplendor, la coherencia de un pensamiento cinematográfico que pasa antes por la cabeza que por la implicación sentimental, que se plantea la interrogación constante, que hace de lo autobiográfico el material para muchos de sus discursos, que postula lo social, que no olvida lo directamente doloroso (¡ese genial El encargo del cazador, tan poco conocido!). Será un buen aperitivo para lo que vendrá en los próximos meses, para ese Raval que está terminando de montar estos días y que promete, como todo lo suyo, convertirse en pieza indispensable para el conocimiento: de un barrio y de una ciudad, pero también de un tiempo histórico, este nuestro, en el que tanto se echan en falta espíritus como el suyo.

Desde su primer cortometraje, El día de los muertos, rodado cuando vivía en el Madrid de los primeros sesenta, hasta el imprescindible Monos como Becky, tal vez su obra más abierta y ambiciosa. Se podrá apreciar entonces, en todo su esplendor, la coherencia de un pensamiento cinematográfico que pasa antes por la cabeza que por la implicación sentimental, que se plantea la interrogación constante, que hace de lo autobiográfico el material para muchos de sus discursos, que postula lo social, que no olvida lo directamente doloroso (¡ese genial El encargo del cazador, tan poco conocido!). Será un buen aperitivo para lo que vendrá en los próximos meses, para ese Raval que está terminando de montar estos días y que promete, como todo lo suyo, convertirse en pieza indispensable para el conocimiento: de un barrio y de una ciudad, pero también de un tiempo histórico, este nuestro, en el que tanto se echan en falta espíritus como el suyo.

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