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Tribuna
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Llevamos un terrorismo de retraso

Vaya por delante la reiteración de una obviedad cuya vigencia, con todo, se aplica de modo muy selectivo: cualquier detenido tiene derecho a la presunción de inocencia mientras no esté condenado en sentencia firme. Cualquiera. Incluso esos individuos que, a los poquísimos días de su arresto, fueron señalados por el Ministerio del Interior y por todos los medios de comunicación como los autores probados del atentado de la T-4, en Barajas.

Dicho lo cual, y a la luz del tratamiento político e informativo que recibió la reciente desarticulación de una supuesta célula islamista en Barcelona, tengo la impresión de que, en esta delicada materia, nos ocurre como a aquellos militares que imaginaron la Segunda Guerra Mundial según los esquemas de la Primera: que razonamos con un terrorismo de retraso. Veámoslo. Durante cuatro décadas, políticos, periodistas y la sociedad en general tuvimos que acostumbrarnos, desgraciadamente, al terrorismo de ETA. Éste respondía a una tipología que conoció su modelo más acabado y clásico en el IRA irlandés: la pretensión de ser un remedo clandestino de ejército convencional, con su jerarquía, su disciplina e incluso su código de honor.

En los medios existe la sospecha de que hay mucho de paranoia antiterrorista y poco de realidad objetiva

Así, cuando uno de esos soldados caía en manos del enemigo, la pauta de conducta establecida consistía en considerarse prisionero de guerra, identificarse y reconocer la pertenencia al grupo armado, sin dar otra información comprometedora para terceros. Por más que la aplicación práctica de este modelo a cargo de ETA haya degenerado grandemente, algunos de sus rasgos todavía son reconocibles hoy: en el momento de pasar a disposición judicial, el supuesto etarra denuncia casi siempre haber sido torturado, pero no niega su militancia en la organización terrorista; cuando es juzgado ante la Audiencia Nacional, puede patear la pecera blindada que le encierra, negarse a declarar, amenazar a los jueces o recusar al tribunal; lo que no hará es decirse víctima inocente de un error judicial, presentarse como alguien que sólo pasaba por ahí, sin relación alguna con los hechos imputados.

El terrorismo islamista al que ahora hacemos frente se rige por una lógica y unos códigos de comportamiento absolutamente distintos. En primer lugar, no es una organización con estructura formal en el sentido que lo fue el IRA; en este caso, hablamos de núcleos dispersos de fanáticos religiosos conectados entre sí por capilaridad doctrinal, a veces sólo vía Internet, de modo que resulta dificilísimo reconstruir la hipotética cadena de mando entre un cabecilla talibán oculto en las zonas tribales paquistaníes, y un puñado de suicidas potenciales en el Raval de Barcelona, pongamos por caso. Por otro lado, el combatiente yihadista que cae preso de los infieles tiene no sólo el derecho, sino la obligación religiosa de la taqiyya, es decir, del encubrimiento. O sea, que debe negar incluso las evidencias más flagrantes y proclamarse siempre inocente, víctima de un error, de un malentendido o de una delación sin fundamento. El juicio por la matanza del 11-M ofreció abundantes ejemplos de tal conducta.

Otro rasgo del actual terrorismo islamista es que se alimenta y a la vez se camufla bajo el pietismo y el rigorismo religiosos. ¿Cuántas veces, con ocasión de todas las redadas acaecidas en España desde 2004, hemos oído en supuesto descargo de ese o de aquel sospechoso, que era un hombre muy devoto y se pasaba media vida en la mezquita? El pasado sábado se publicó en esta misma página un interesante artículo de Eva Borreguero a propósito del Tabligh e Jammaa, el movimiento proselitista islámico al que estaban vinculados algunos de los detenidos recientemente en Barcelona. Supongo que, como dato tranquilizador, la autora subraya el carácter apolítico y no violento de dicha organización, pero al mismo tiempo explica que "los tablig aspiran a vivir en una sociedad regida al detalle por los valores de la ortodoxia", de la ortodoxia coránica tal como ellos la interpretan. Y bien, ¿cómo se supone que un tablig establecido en Cataluña o en cualquier otro país no musulmán puede realizar su aspiración? ¿Persuadiéndonos a todos con buenas palabras para que aceptemos la vigencia de la sharia, la lapidación de la adúltera y la amputación de la mano del ladrón? ¿Hasta qué punto las congregaciones islámicas fundamentalistas implantadas en Occidente no suponen una amenaza programática sobre nuestros valores esenciales (la democracia, la laicidad, el pluralismo, la igualdad hombre-mujer, los derechos humanos...)?

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Frente a estas trascendentales cuestiones, políticos y medios de comunicación muestran una perplejidad, una desorientación y a veces un candor que no serían imaginables con respecto al terrorismo etarra. Entre los políticos, y en especial los gobernantes, el afán de no crear alarma social, pero sobre todo el miedo a ser tachados de islamófobos, impulsa a minimizar el peligro y a hablar más sobre la convivencia en el Raval que sobre el serio riesgo del terrorismo yihadista. En nuestros medios de comunicación se ha instalado una suerte de escepticismo difuso ante acciones policiales como la de dos semanas atrás, algo que podríamos bautizar como síndrome del 'comando Dixan': la vaga sospecha de que, en estas desarticulaciones de grupos islamistas, hay mucho de paranoia antiterrorista y poco de realidad objetiva. Quizá esto explique el afán por hacer hablar a los padres, hijos, cónyuges y amigos de los paquistaníes sospechosos, que lógicamente proclaman la completa inocencia de éstos y culpan de todo a un "chivato" (sic). ¿A algún medio le parecería relevante, tras la detención de un supuesto miembro de ETA, entrevistar a sus padres para que explicasen lo buen chico que es?

Sería bien triste que, para entender de una vez a qué nos enfrentamos, Barcelona tuviese que pasar por experiencias como las de Madrid en 2004 o Londres en 2005.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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