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Columna
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Melancolía política

Joan Subirats

Tras la tan comentada cumbre de Washington, la sensación de impotencia y de desconcierto que nos traslada la alta política institucional ante las encrucijadas del momento es espectacular. No han sido capaces de transmitir acuerdos significativos sobre los males del pasado, ni mucho menos alternativas creíbles que apuntasen a nuevas formas de relacionar política y economía, o que mostrasen algo más que buenos propósitos de enmienda con relación a errores pasados. Fue más bien una reunión de políticos sorprendidos por el nuevo y relumbrante papel que les ofrecía la coyuntura económica, cuando de hecho se habían ya acomodado en su papel de albaceas de las necesidades que manifestaban las élites económico-financieras globales. Aparentan mirar hacia el futuro, pero lo hacen usando las desgastadas claves del pasado. Pugnan por demostrar firmeza ante errores anteriores, cuando todos sabemos que el problema no es de disfunciones esporádicas y sólo atribuibles a la temeridad e irresponsabilidad de unos cuantos, sino que tiene sus raíces en lo más profundo de la razón de ser del sistema capitalista. Buscan soluciones a la crisis pasada, no tienen ni idea de cuáles van a ser las causas de la próxima y tampoco parecen conscientes de las oportunidades que atesora el desconcierto actual. Expresan melancolía, ese estado de ánimo en el que no sólo hay incertidumbre o vacilación en el momento en que se debe tomar una decisión, sino también rechazo a cualquier compromiso u opción concreta. Son conscientes de que tienen muchos vínculos, notables recursos y una potente oportunidad para expresar nuevas esperanzas y caminos, pero no se sienten ni con fuerzas ni con capacidad para apuntar a nada. Prefieren mirar al pasado y lamerse las heridas por los errores cometidos, aunque no saben muy bien en qué se equivocaron cuando unos meses atrás recibían sólo beneplácitos.

La crisis que nos sacude tiene sus raíces en la total falta de credibilidad de la actual política institucional

Se ha ido muy lejos en la pérdida de legitimidad y de funcionalidad del ejercicio de la política. En este sentido, es curioso observar que muchos periódicos colocaron las noticias relacionadas con la cumbre en la sección de economía y empresa. ¿Es natural que la reunión más importante de los últimos años entre jefes de Estado y de Gobierno de los países más influyentes del planeta no merezca situarse en la cabecera de la sección de política? Pero ¿hablaron de política? Si la respuesta es no, lo lógico es colocarlos en el apartado temático que corresponde. Se reunieron para tratar de mitigar, corregir y ayudar a superar la crisis económica. Se pusieron al servició del "mundo económico" para volver lo más rápidamente posible a la "normalidad". Una vez más certificaron una de las claves de funcionamiento del sistema capitalista: la aparente disociación entre dominio en la esfera económica y dominio en la esfera política. En la esfera económica rige la ley de la competencia y prevalece quien más cuota de mercado consigue y más capital atesora; vales lo que vale tu capital. En la esfera política, rige la ley de la mayoría. En democracia todos seríamos iguales y la fuerza económica no se traduciría automáticamente en fuerza política. La legitimación del dominio político reside en buena parte en el principio de que ese dominio es aceptado y asumido, en tanto emana de la propia voluntad de cada ciudadano. Mientras que el dominio económico busca su legitimidad en la ley del que más tiene, del más capaz en la dura pugna de la competencia mercantil. En la práctica, la esfera económica ha ido siendo más y más capaz de trasladar su influencia y su capacidad de presión a la esfera política. La noticia de la cumbre en las páginas de economía no es sino una confirmación de la servidumbre de la política institucional actual a las necesidades prioritarias de las élites económico-financieras, disfrazadas una vez más de "intereses generales".

Frente a la melancolía de la política institucional, se me ocurre reivindicar el romanticismo de la política alternativa. Aparentemente, Sarkozy no sufre melancolía. El presidente francés vive al minuto y no tiene un momento de respiro entre la hercúlea tarea de refundar el capitalismo y la labor de proteger la industria francesa, mientras trata de coronarse como el nuevo Napoleón III de Europa (Le Monde). Pero su agitación frenética esconde una total falta de criterio y de perspectiva estratégica, más allá de seguir siendo el centro de todas las miradas. Como diría Bauman, vive la política de forma "puntillista", instante a instante, modificando su identidad en cada momento en que la coyuntura del momento lo exige. Pero esa hiperactividad esconde una profunda melancolía, una incapacidad de elegir quién quiere uno ser y qué camino escoger. En el otro extremo de la cadena tenemos a Solbes, quien trata de construir su fortaleza en la inmovilidad. Cada movimiento deviene un acontecimiento heroico. Es intrínsicamente melancólico. No escoge ni plantea alternativas, porque le parece inútil. Todo será lo que tenga que ser. Y hacer o no hacer, tampoco cambiará mucho las cosas. Reivindicar el romanticismo político es reivindicar la capacidad de ilusionarse ante nuevas perspectivas de futuro, desde la recuperación de viejas esperanzas, con la suficiente ironía como para saber que si bien buscando nuevas salidas podemos encontrarnos con nuevos fracasos, al menos habremos escogido qué fracasos tener. Al Gore, Joschka Fisher y Benjamin Barber, entre otros muchos, han levantado estos días sus voces para lanzar mensajes que no son para nada melancólicos, aunque puedan pecar de románticos. Nos hablan de la crisis como oportunidad, de un nuevo "clima de cambio" para enfrentarnos al cambio climático buscando y construyendo formas alternativas de producción y bienestar basadas en nueves fuentes energéticas, nuevas formas de movilidad, masivas inversiones en educación e investigación. Y manifiestan la importancia de recuperar la capacidad de liderazgo político. La crisis que nos sacude tiene sus raíces en la total falta de credibilidad de la actual política institucional, llena de melancolía, faltada de romanticismo.

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