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Meto ruido, luego existo

El silencio está en peligro de extinción. Apenas quedan rincones en nuestro entorno donde uno se pueda refugiar del ruido de fondo, de esa forma de agresión ambiental, constante y para nada sutil, que es la contaminación acústica.

Los expertos asocian la exposición al ruido a un sinfín de afecciones del organismo que, de moderadas a graves, hacen de ésta una de las principales causas de pérdida de calidad de vida en nuestros pueblos y ciudades. Sin embargo, somos pocos los que nos rebelamos ante la dictadura del ruido, una patología social que no pasa, no cede. Es más, que avanza con renovadas fuerzas para convertirnos en seres más insanos viviendo en entornos más polucionados, porque lo primero que deberíamos entender es que el ruido es también contaminación, como lo son el humo negro y el vertido tóxico.

Aunque es cierto que buena parte del ruido urbano procede del tráfico, de las obras o de los locales de ocio que incumplen los horarios, también hay que reconocer que el ruido doméstico ocupa un lugar privilegiado en la clasificación de los focos de emisión.

Algunos expertos señalan que la respuesta está en que existe un sector creciente de la sociedad instalado en la creencia de que cuanto más ruido hacemos, más somos. Se trataría de una nueva forma de adicción al decibelio, cuyo lema sería algo así como: "Meto ruido, luego existo". Esta tendencia adictiva triunfa especialmente entre los adolescentes, que parecen haber hallado en el estrépito una de sus señas de identidad.

Tal vez por ello se den casos en los que, nada más acceder a su primera moto y antes de estrenarla, le peguen un martillazo al silenciador para que el tubo de escape resulte más eficiente a la hora de contaminar. Ahí llega Charly con su moto, comenta la colla. El problema es que Charly y su moto han despertado a todo el vecindario y pueden haber causado más de una lesión de oído, para empezar al propio Charly. Y no exagero.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que a partir de los 65 decibelios (dB, la unidad de medida del ruido) el oído empieza a sufrir daño. La propia Generalitat de Cataluña advertía en una campaña de sensibilización ciudadana de los graves peligros que suponen para la salud traspasar el umbral de los 80 dB.

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Pues bien, la moto trucada de Charly supera los 120 dB, lo cual es una auténtica barbaridad. Y lo peor de todo es que muy probablemente el piloto no sea consciente del grave perjuicio ambiental que está causando y del riesgo que supone para él y para los demás tal agresión. Por eso está considerada como delito.

Justamente hace unos meses, el Tribunal Supremo confirmaba la condena a cuatro años de prisión contra el responsable de un bar por los ruidos y el perjuicio causado a los vecinos y el entorno. Un caso similar al que en 2004 obligó al Estado español a indemnizar a una mujer de Valencia que había denunciado la pasividad administrativa ante el ruido que generaban los locales nocturnos cercanos a su casa.

Pero ¿es esa la única manera de intentar atajar el ruido, la aplicación de la ley? Probablemente no. Somos muchos los que creemos que, junto a la persecución legal de los infractores, es preciso pacificar el tránsito, responsable del 90% del ruido en el interior de las ciudades, adaptar las obras públicas a la propia normativa, como se ha hecho con las emisiones contaminantes o la seguridad laboral, y sobre todo revalorizar el silencio, educar a la sociedad y especialmente a los chicos en el respeto a ese patrimonio común en peligro de extinción. Llevárselos de vez en cuando al bosque, ayudarles a interpretar el silencio, a valorarlo y explicarles la necesidad de prevenir el ruido para evitar que la sordera avance.

Por cierto, existe un sitio en Internet donde todos los afectados por la contaminación acústica pueden dirigirse, se trata del portal www.ruidos.org; allí encontrarán todo tipo de información, desde asesoría jurídica hasta consejos de prevención.

José Luis Gallego es periodista ambiental y escritor.

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