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Columna
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Miseria de la politiquería

Josep Ramoneda

La increíble historia del AVE y Barcelona es uno de los episodios más demostrativos de la miseria de la politiquería y del provincianismo de la llamada sociedad civil. Que el AVE llegue a Barcelona con 15 años de retraso respecto de Sevilla es ya de por sí ilustrativo de las prioridades de la política española y de la coincidencia de barceloneses y madrileños en el desinterés común. Los gobiernos de Felipe González dieron prioridad al Madrid-Sevilla con el argumento de que era objetivo estratégico principal evitar que Andalucía fuera en España lo que es el Sur en Italia, un territorio en que las mafias camparan ante la debilidad de la economía, de las instituciones y del Estado. No es ahora el momento de discutir si el objetivo perseguido se alcanzó. Creo que en parte sí, aunque ello no haya impedido que mafias de distinto calado campen en el arco costero del Sudeste español. En ninguna parte está escrito, sin embargo, que tan loable objetivo tuviera que conseguirse a costa de un retraso tan grande en la conexión entre las dos principales ciudades del país. Pero, sin duda, a este retraso ha contribuido también la escasa motivación de las élites dirigentes catalanas, políticas y civiles. No se han visto ni grandes protestas ni grandes movimientos reivindicativos por un servicio que, por sentido común, debería ser prioritario. Pero las economías del deseo de los grupos sociales poco tienen que ver con el sentido común. Y así, Madrid y Barcelona llevan años dándose educadamente la espalda. Evitando cualquier exceso en la comunicación. Para los negocios ya estaba el puente aéreo. Lo demás ya llegará. Ha sido necesario que las consecuencias derivadas de la masificación de la comunicación aérea llegaran en forma de incomodidades crecientes a nuestras élites dirigentes para que el AVE empezara a verse como una necesidad.

Por el camino, las obras del AVE han desbarajustado el funcionamiento de unas cercanías dejadas de la mano de Dios. Efecto colateral que ha permitido poner en evidencia el abandono de las infraestructuras catalanas, por mucho que se diga que no hay obra de esta envergadura que pueda hacerse sin generar incomodidad alguna. Que esto sea cierto, no quita que sea obligación de los gobernantes minimizarlas al máximo.

Parte del retraso que en infraestructuras ferroviarias lleva España tiene que ver con un error de percepción del primer Gobierno González. Por aquel entonces, cundió la idea de que el futuro del transporte estaba en la carretera, que el tren era un atraso y que se debía seguir el modelo americano. Se perdieron unos años preciosos. Pero la eclosión de la mezquindad se ha producido en el proceso de construcción y trazado del AVE. La vocación adanista que anima a menudo a los gobernantes hizo que el PP decidiera enmendar la página alta velocidad al Gobierno socialista y cuando llegó lo quiso cambiar todo: desde las máquinas hasta las vías. El resultado fueron las peripecias de todos conocidas que pusieron en peligro el trazado en varias zonas y que sirvieron para ir aumentando el retraso en la llegada a Barcelona.

Con ello vino también el carrusel de despropósitos e ideas imaginativas en torno al camino a recorrer. El empeño del Gobierno del PP en que no llegara al aeropuerto, por la inconfesable razón de no generar competencia a Barajas, y la pugna solapada, a partir de la apuesta, del Ayuntamiento socialista de colocar la estación central en La Sagrera, dentro de la lógica de impulso y transformación de los barrios de la ciudad y de desarrollo del nuevo eje barcelonés en torno a la plaza de las Glòries, dieron muchas horas de discusiones y más de un frenazo a la construcción del tren. Cuando parecía que CiU había abandonado el delirio clientelar de hacerlo pasar por Sant Cugat, para favorecer, en esta idea tan familiar del país que los nacionalistas tienen, a un territorio propio, el penúltimo reducto del nacionalismo municipal; cuando se daba por superada la confusión provinciana entre un Ave y un tren de Cercanías, de los que pretendían una estación en el Paseo de Gràcia, convirtiendo a un tren rápido en un metropolitano, para que todo quede cerca de casa; y cuando el trazado por el litoral había decaído por fantasioso, aparece el lío de la Sagrada Familia, cuyos promotores han aprovechado las lógicas inquietudes generadas entre los vecinos del Eixample, como consecuencia de la crisis del Carmel, para darse un chute de notoriedad y oportunismo.

Me niego a acordar autoridad moral alguna para defender la Sagrada Familia a quienes impunemente la han destrozado, con dedicación y alevosía, forzando la continuación de las obras con un despropósito mayúsculo como es la intervención de Subirachs. Hasta el día de hoy, los únicos que se han cargado la Sagrada Familia son los responsables de este atropello cultural. ¿Pueden presentarse ahora como ardientes e irreductibles defensores del edificio ante un riesgo que la tecnología contemporánea convierte en ridículo? Se suma aquí la sensación de impunidad, tan propia del universo eclesiástico, con la que han ido avanzando en sus proyectos sin respetar nada ni a nadie, con el vergonzoso oportunismo de buscar notoriedad en el río revuelto de las preocupaciones de los vecinos. Ésta es la idea de élite dirigente que tiene cierto sector de la sociedad civil catalana.

Sobre este ruido se coloca, cómo no, el oportunismo político. Da igual lo que defendieron unos y otros en el pasado. Hay un sector de ciudadanos que ven con preocupación este trazado. Es cuestión de subirse al carro. Poco importa que se puedan seguir acumulando retrasos y que el cuento del AVE, ahora hacia Francia, siga siendo el de nunca acabar. Poco importa que la técnica garantice que los riesgos son inexistentes, como si Barcelona fuera la primera ciudad del mundo que construye debajo de sus monumentos. Poco importa que este túnel, aunque el Ave ni existiera, sería igualmente necesario si se quiere realmente mejorar el servicio de Cercanías. Seguro que hay argumentos para todos los gustos, en materia de trazados. Pero hay ahora en curso uno que tiene la virtud de responder al elemental principio de que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Y tiene la financiación disponible. ¿Vamos a ensarzarnos en un debate provinciano, disfrazado de desconfianza con la tecnología? ¿Vamos a retrasar una conexión internacional básica por una pelea por un puñado votos en un par de distritos de Barcelona? Lo patético del caso, es que todos piensan lo mismo: no pasa nada, el día que el AVE circule nadie se acordará. Un puñado de votos y un poco de ruido bien valen unos años más de retraso. ¿Éste es el nuevo modelo de Barcelona que algunos proponen? Barcelona necesita política, no politiquería.

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