_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mustia rosa de fuego

A raíz de las algaradas callejeras que el centro de Barcelona sufrió durante la jornada de huelga del 29 de septiembre, algún observador con ínfulas de enfant terrible ha querido legitimar esos desórdenes apelando a la alta tasa de paro (el 40%) que castiga a los jóvenes, y hasta ha tratado de ennoblecer los incendios, saqueos y destrozos de la pasada semana entroncándolos con la tradición revolucionaria de la capital catalana, aquella mítica rosa de fuego en la que levantar barricadas y quemar iglesias eran expresiones ordinarias del malestar social. Vamos, que los vándalos del 29-S serían los herederos más o menos legítimos del obrerismo sindicalista, anarquista o radical de hace un siglo.

Si los alborotadores hubieran sido padres desesperados habrían saqueado comercios y no tiendas de ropa de marca y de telefonía

Bien, vayamos por partes. En esa Barcelona de las bombas y las huelgas generales de finales del XIX y principios del XX, el proletariado industrial -y especialmente el femenino- trabajaba en las fábricas 12 o 14 horas diarias, seis días a la semana, desde los ocho o nueve años de edad, en unas condiciones higiénicas pésimas y a cambio de unos salarios que explican por qué determinada fábrica textil de Sant Martí (Can Recolons) era conocida como Can Pa Sec, o por qué a las obreras de otra empresa del ramo, en el Poblenou, se las llamaba les xinxes del Cànem. Eso, por no hablar del paro cíclico, de las listas negras o pacte de la fam para castigar a los obreros díscolos, de las enfermedades infecciosas que asolaban los barrios pobres de la ciudad hasta niveles dignos de Calcuta.

¿Qué tiene eso que ver con la abigarrada coalición de perroflautas, pequeños delincuentes, místicos de la violencia y estudiantes erasmus en busca de emociones fuertes que sembraron el caos en Barcelona el otro miércoles? ¿De qué brutal explotación capitalista pueden protestar, si la inmensa mayoría de ellos no ha trabajado nunca y vive de la sopa boba o del trapicheo? Por mucho que -según explicaba este diario el lunes- la CGT los jalee y aplauda, ¿cómo van a constituir un factor revolucionario elementos que, en la terminología marxista clásica, no cabría calificar más que de lumpenproletariado?

Cuando Barcelona era la rosa de fuego y después, quienes se enfrentaban al sistema, no digamos quienes pretendían destruirlo, arrostraban de frente las consecuencias de su lucha, y estas no eran baladíes: detenciones, torturas, condenas, deportaciones, ejecuciones legales (Montjuïc, 1897) y también extrajudiciales (la tristemente célebre ley de fugas). Nuestros presuntos antisistema actuales, en cambio, denuncian brutalidad policial apenas los mossos desenfundan las porras, lloriquean escandalizados al descubrir que "las autoridades nos golpean y nos meten en prisión" (sic) y, pese a ello, rebañan todos los recovecos del sistema judicial -tan garantista él- para tratar de eludir los efectos penales de sus hazañas. Con independencia del juicio histórico que puedan merecer, no me imagino a los activistas de la CNT-FAI de los años treinta, llevados ante el juez después de una huelga violenta o de un tiroteo, explicándole que ellos eran solo pacíficos viandantes y que su detención se debía a una confusión de la policía. También en la cultura revolucionaria de entonces existía el concepto de ejemplaridad...

Sí, por supuesto que los actuales niveles de paro entre nosotros constituyen un drama lacerante y un cáncer social, aunque aliviado por subsidios, asistencias y -sobre todo, en el caso de los jóvenes- por las redes de seguridad familiares. Pero no nos confundamos: nada permite pensar que los alborotadores del día de la huelga fuesen padres desesperados salidos de hogares hambrientos. De serlo, seguramente habrían ido a saquear un supermercado de alimentación y no, como ocurrió, tiendas de ropa de marca y de telefonía móvil.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

En fin, que Buenaventura Durruti debe de haberse removido en su tumba de Montjuïc, al oír que le querían emparentar con los encapuchados ladrones de pantalones vaqueros del 29-S.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_