El Negro de la Riba
Es un mascarón de proa, de eso no cabe duda: por la forma de la figura, inclinada hacia adelante, como sorbiendo los vientos, el pecho abombado, la pierna izquierda flexionada, el brazo -el único que tiene- echado ligeramente atrás, y por el lugar en que se halla, la calle de Andrea Dòria de la Barceloneta, junto a la plaza del mercado. Ningún cartel informa de quién es ni qué hace allí, pero uno tiene fuentes por la zona: Vicenç Forner, que es la Òstia en persona (con este nombre se conoce también al barrio). "Es el Negro de la Riba", contesta rápido Vicenç, y me cita en un taller de la calle de Pescadors, llamado Constructors de Fantasies. Esto promete.
David García y Óscar Pérez construyen fantasías en forma de gigantes, dragones y utillería teatral en general. Fueron ellos quienes en 2003, con motivo del 250º aniversario del barrio, colgaron allí al Negro. Se trata de una copia -"en fibra de vidrio, más resistente"- del mascarón que, desde 1934, forma parte de la colección del Museo Marítimo y que tiene tras de sí una larga y curiosa peripecia, recopilada por el historiador Francesc Carreras Candi. Resumida, es la siguiente.
La figura procede del desguace de un bergantín que al parecer ardió en el puerto a mediados del siglo XIX. Entre 1860 y 1870 estuvo colocada en la fachada de una puda -figón: Permanyer aventura que el nombre de estos almacenes portuarios se debe al mal olor que desprendían- del Muelle de Levante, donde se hizo muy popular: funcionaba como el coco para los niños poco formales y fue citado por Pitarra en una parodia de la ópera La africana datada en 1866. La puda en cuestión perteneció al botero Francisco Bonjoch, quien la legó a sus herederos, los cuales siguieron exhibiendo al Negro en los sucesivos locales que regentaron -uno de ellos, en el paseo del Cementerio, hoy avenida de Icària-, hasta que en 1887 fue adquirido por un comerciante en vinos que lo instaló en su almacén de la calle de Castillejos. En 1900 un nuevo cambio de manos lo llevó a la industria de José Moragas, donde gozó del privilegio de una hornacina construida ad hoc, pero de allí emprendió un penoso exilio lejos del mar que lo condujo hasta el Carmel, donde Moragas se había hecho contruir a la sazón una torre en cuya fachada fue colocada la imagen sobre el epígrafe "El renombrado Negro de la Riba". ¡Pobre Negro, convertido en atracción de feria de tierra adentro!
El penúltimo episodio de la figura lo escribieron los sucesores de Moragas, los cuales lo cedieron al Museo Marítimo, donde fue restaurado en 1996, y el último, por ahora, los dos socios de Constructors de Fantasies con la copia instalada en la calle de Andrea Dòria, que en alguna ocasión, por Carnaval o por la fiesta mayor, ha desfilado por las calles de la Òstia.
Por cierto, el Negro no es negro, por más que su rostro chamuscado indujera a confundirlo durante años con un primo del bechuana de Banyoles. Es un indio americano, un iroqués, según el detallado estudio realizado por el Museo Marítimo. Se le reconoce por el peinado en cresta, las botas de piel de reno y el carcaj cruzado a la espalda. Otros elementos de la indumentaria denotan sin embargo cierta contaminación de la moda occidental: el blusón ancho, propio de los colonos, el cinturón de hebilla y la pequeña hacha al cinto, a la que muy poco le queda del orgullo del tomahawk. El informe del museo aventura que tal vez el mascarón procediera de un bergantín-goleta llamado Indio, construido por el armador José Vieta en Blanes, en 1849. Una bella hipótesis, sin duda. Pero la historia popular ha convertido ya para siempre al indio en negro y le ha encomendado la misión, políticamente poco correcta, de llevarse consigo a los niños desobedientes. Personalmente, le prefiero con mucho al hombre del saco.
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