_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Paisaje en sepia

Que el tiempo todo lo destruye, o tempus edax rerum, ya lo advertía Ovidio en su Metamorfosis. Que la historia es una acumulación de paisajes perdidos también está asimilado de modo natural por la civilización, que ve en el progreso un proceso que construye mediante la demolición. No obstante, a pesar de esta ineludible crueldad de la evolución, es incontrovertible la necesidad de conservación de algunos elementos que sirven de recuerdo de lo que fuimos, más que como refugio sentimental o nostálgico, como instrumento sustancial para hallar un curso sensato y prevenirnos de la codicia que a menudo se ampara bajo la máscara del avance. Quizá el paradigma más obvio de los excesos que se cometen impunemente en nombre del progreso sea la actividad inmobiliaria, sobre todo cuando está vinculada al divinizado sector turístico, que, como se sabe, es uno de los pilares sobre los que se sustenta la economía de nuestro país.

En Calafell, pero también en otras poblaciones costeras de la zona, las cada vez más exiguas 'botigues de mar' son residuos de un paisaje mediterráneo que es imperioso salvaguardar

Uno de los modos de vida que se ha ido extinguiendo es el de aquellos marineros que, pertrechados con aparejo latino y casco de pino, se hacían a la mar empujando sus barcas por la playa en busca del precario sustento que les ofrecían las siempre desabridas aguas. La rudeza de esas prácticas ha sido, como no podía ni debía ser de otra manera, suplida por técnicas que mitigan en parte el sufrimiento de los pescadores, aunque aún hoy sigue siendo imprescindible la transmisión entre generaciones de una sabiduría muy particular que atañe a los arcanos y las traiciones de la mar; aquella ignota intimidad de la que nos hablaba Baudelaire en su poema L'homme et la mer. Convengamos, pues, que procurar mantener esos métodos bravos y rudimentarios, por románticos que se nos presenten, es poco menos que pretender que la vida se mantenga queda, como en una postal de la que no nos queremos desprender. Sin embargo, las cada vez más exiguas botigues de mar -construcciones encaladas de puertas y ventanas de llamativos colores, mayoritariamente azules o verdes, que hacían las veces de vivienda, refugio para la embarcación y almacén para aparejos y redes- son, claramente, residuos de un paisaje mediterráneo que es imperioso salvaguardar.

En Calafell, caso que conozco con más fidelidad, pero también en otras poblaciones costeras de la zona, se utilizó durante los años de auge turístico un sistema llamado permuta que consistía en ofrecer a las familias de pescadores un apartamento y el local de planta baja -o dos apartamentos- a cambio del terreno en el que, durante siglos, se había sostenido su casa. La mayoría, resignados ante el más que probable ocaso de una actividad profesional de poco lucro y mucho esfuerzo, se las prometió felices pensando que aquellos locales y aquellos apartamentos de dudosa calidad les proveerían de una vida más plácida y, además, más moderna. Efectivamente, llegó la modernidad de edificaciones verticales en las que la nota de color -multicolor- la ponían toallas y camisetas tendidas en balconadas. Lo que había sido mediterráneo pasó a ser cosmopolita, de ese cosmopolita que no permite distinguir, excepto por leves matices, Calafell de Benidorm o de Miami. Con el paso del tiempo, sólo quedaron, en lo que fue el barrio de pescadores, cuatro o

cinco botigues de mar -más o menos restauradas- que rompían el nuevo skyline de la prosperidad, como islas conspicuas y exquisitas en un océano de hormigón. Aquellos locales tampoco consiguieron satisfacer las necesidades crematísticas de los advenedizos tenderos que cambiaron la red por el mostrador. Hoy muchos de estos lugares exhiben un perenne enrejado a través del cual todavía se intuye algún cartel, quemado por el sol, que anuncia un producto que, seguramente, dejó de existir hace años.

Cuando apenas quedan marineros que salgan a pescar en Calafell y la historia de este pueblo, y de tantos otros, se cobija en la memoria de los mayores, que no tienen a quien transmitir un arte ya caduco, las escasas botigues de mar permanecen sin protección de las autoridades, esperando que los sucesivos herederos de esas propiedades se sigan rebelando contra el atentado estético y continúen resistiendo la tentación de entrar en el suculento juego de la especulación. La mayoría de estos consistorios patrocinan exposiciones y publicaciones hechas de fotografías en sepia que, supuestamente, reivindican su pasado, pero lo cierto es que no incluyen este patrimonio histórico en su catálogo de bienes inmuebles protegidos o, en su defecto, en un inventario provisional que estipule unas medidas cautelares que limiten las obras de reforma o derribo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Entre todos aquellos que frecuentan esa costa, la belleza que antaño tuvieron aquellos pueblos costeros es un tema de conversación recurrente; pero, anclados en el conformismo quejumbroso e inocuo, no parecen ser conscientes de que la arqueología de los siglos venideros no encontrará rastro alguno de esta vida ancestral; a lo sumo, una reproducción en cartón piedra en algún parque temático.

Malcolm Otero Barral es editor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_