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Columna
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El Papa y la política

Josep Ramoneda

Al término de la ceremonia de la Sagrada Familia, la televisión ofreció la imagen de una monja, con la mirada extasiada, a la que el Papa cogía las manos y le dedicaba unas palabras, sin duda, de agradecimiento. Era una de las cuatro mujeres que, ante los 1.100 concelebrantes masculinos, habían limpiado el altar después de su consagración. Era la imagen de una Iglesia que a estas alturas de la historia sigue manteniendo a las mujeres en un papel subalterno. Quedaba atrás todo el ritual de la misa y de la consagración de la basílica, en la que la escena, como siempre, estaba totalmente dominada por decenas de hombres, tocados por la mitra y vestidos de blanco, que componen el poder simbólico y el poder real de una Iglesia absolutamente masculina. Ante eso es difícil tomarse en serio cualquier discurso de emancipación que de ella emane. ¿Qué liberación puede proponer una institución que cuenta con la mujeres solo a la hora de limpiar? Desde esta premisa, es imposible la conciliación entre fe y modernidad que tanto preocupa al Pontífice.

El Papa ha pasado por Barcelona. Los católicos han tenido un día grande, entre la indiferencia de gran parte de la ciudadanía

El Papa ha pasado por Barcelona con tanta normalidad que es difícil encontrarle la noticia. Los católicos han tenido un día grande, entre la indiferencia de gran parte de la ciudadanía. La Iglesia avanza en su propósito de culminar la Sagrada Familia, con el aliciente de marcar para siempre la imagen de Barcelona con el sello de la religión. Y la ciudad ha confirmado lo que ya se sabía: que es a la vez una sociedad muy secularizada y muy respetuosa. Por lo demás, el Papa no ha dicho a los católicos nada que debieran saber ya: defensa de la familia tradicional, no al aborto, no a la eutanasia, no a la planificación de la natalidad, que son tópicos recurrentes de la doctrina.

Si esta visita papal se ha politizado no ha sido por las críticas laicistas -el laicismo en este país parece estar afectado por el temor de Dios- que han sido escasas y moderadas, sino por el propio Papa y por un sector de la jerarquía eclesiástica española y de algunos medios de comunicación afines recelosos de las mínimas señales de autonomía que ha dado la Iglesia catalana.

En el avión, camino de Compostela, el Papa buscó la pelea política: "En España nació una laicidad, un laicismo fuerte y agresivo, como vimos en los años treinta (...) esta disputa o, mejor, este choque entre fe y modernidad, tiene lugar de nuevo hoy en España". Estas frases solo pueden decirse por ignorancia o por mala fe. El Papa debe saber que hace muchos años que los españoles ya no tienen noticia de lo bien que quemaba el barroco. El Papa debe saber que en la democracia española actual no se conoce un enfrentamiento violento entre creyentes y no creyentes. Y que es su Iglesia la que ha llevado a la calle cuestiones que concernían a la moral y las costumbres. Con lo cual, lo que el Papa estaba haciendo era calentar el ambiente, buscar la confrontación, para lanzar el mensaje que a él le interesa, el que viene repitiendo desde su famoso discurso de Ratisbona. Ahí invitó a los creyentes -y no solo los suyos- a volcarse en la escena pública, a meter de pleno a la religión en la política, en confrontación con la cultura laica de los estados democráticos modernos. Y ahora propone a España como territorio para esta batalla.

El Gobierno español, con buen sentido, no ha caído en la provocación. Zapatero acaba de aplazar la ley de libertad religiosa que era imprescindible para que España deje de ser un Estado confesional encubierto. Ha mantenido y reforzado los privilegios de la Iglesia católica, llevando su financiación con dinero público hasta límites que ni los Gobiernos del PP habían osado. Y el Papa le responde diciendo que estamos en el anticlericalismo de la década de 1930. Saliendo a la calle, la Iglesia no consiguió parar ni la ley del aborto ni la de matrimonios homosexuales, pero parece que sí consiguió asustar a Zapatero. A los verdaderos poderes -y la Iglesia lo es- no se les pueden dar muestras de debilidad porque son implacables.

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Resumen: el exabrupto del Papa sobre el anticlericalismo ha sido el único signo de anormalidad en una visita en que todo ha sido perfectamente previsible. Y, sin embargo, es el hecho más importante por lo que tenía de consigna: que la religión regrese a la política. Es la obsesión de Benedicto XVI: su respuesta a la competencia a muerte en el mercado de las almas, que es una de las consecuencias de la globalización.

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