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Reportaje:

Pequeña gran historia de la fotografía

La Fundación Foto Colectania reúne 75 retratos de grandes maestros del género procedentes de la Fundación Televisiva

En cada imagen se produce un pequeño sobresalto, una nueva emoción que puede ir acompañada de reconocimiento o de sorpresa, pero que hace que la mente divague en busca de las biografías de los ojos que miran desde el papel y la de los que miraron y captaron la imagen. Son 76 retratos que abarcan casi 150 años de historia y que se exhiben hasta el 24 de abril en la Fundación Foto Colectania (Julián Romea, 6. D2. Barcelona), procedentes de la colección de la Fundación Televisiva de México. Es como un compendio de la historia de la fotografía, de sus grandes nombres y sus diferentes técnicas y estilos, a través del tema del retrato.

Hay un Retrato de familia (1845), de William Henry Fox Talbot, en tono sepia y con algún rostro ya borroso por el paso del tiempo, que parece una máquina de retorno al pasado. Es una copia de la época en papel salado. También son copias de época un retrato de Oscar Wilde (1882), de autor anónimo, y el de la Mujer en la puerta (1865), de Julia Margaret Cameron, ambos con una fuerte carga romántica. De August Sander se presentan ocho retratos -es el fotógrafo mejor representado en la exposición-, entre los que hay algunas obras maestras: Jóvenes campesinos camino de un baile (1914), Compañero albañil (1928), Revolucionarios (1928) y Secretaria de una estación de radio (1931), esta última de una modernidad sorprendente. En este caso, las copias son de 1980.

El núcleo de la colección la realizó en seis años el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo
La exposición incluye obras de Talbot, Sander, Lee Friedlander y Weegee

"Ser retratados es estar en un momento casi suspendido, en el que quietos esperamos ser atrapados para pervivir siquiera como imagen. Conocemos a otros, que nos eran desconocidos, por los retratos que de ellos existen", explica Lola Garrido, directora artística de la Fundación Foto Colectania y comisaria de la exposición, en el texto del catálogo. Y sí. Conocemos a la mujer con el ceño fruncido de la famosa fotografía Madre trabajadora migratoria. Nipomo. California (1936), de Dorothea Lange, porque esta imagen se ha convertido en icono de la impotencia ante la miseria. Y el orgullo del indio Perro Blanco, que retrató en 1926 Edward S. Curtis, sigue desafiándonos con un ligero rictus de desprecio muy diferente a la mirada desesperada del hombre que captó en 1915 Paul Strand en Nueva York. "Cuando un retrato hace historia es porque su yo histórico queda confundido con la leyenda de su imagen. Por todo retrato se desliza una suerte de íntima complicidad entre el fotógrafo y el retratado, de la que sale una realidad que va más allá de la mera identidad", explica Lola Garrido.

La exposición incluye algunas obras de por sí históricas, como la de Tina recitando (1924), de Edward Weston, un magnífico retrato de Tina Modotti, de quien se exhibe también una de sus fotografías, Campesinos leyendo El Machete (1929), que retrata más un momento histórico que unas personas. Algo parecido sucede con el retrato colectivo de inmigrantes realizado en 1907 por Alfred Stieglitz, con la peluquería para negros que retrató Walker Evans en 1936 o con los trabajdores del tranvía de San Francisco que captó con su cámara Max Yavno en 1947. También son documentales las obras de Cartier Bresson, Weegee -del que se muestra un pistolero muerto por la policía en 1942- y el retrato de sociedad con una desconocida Marlene Dietrich que realizó en 1929 Erich Salomon.

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Y es que junto a retratos convencionales como los que realizó, por ejemplo, Berenice Abbott a su maestro Eugène Atget (1927) o a James Joyce (1928), en los que el personaje se reconoce con toda su fuerza, hay otros en los que es casi imposible distinguir el rostro del retratado. Es el caso del que realizó Yosuf Karsh en 1954 a Pau Casals, en el que aparece de espaldas, el que Diane Arbus tituló en 1967 Mujer con máscara de pájaro, o la experimentación del retrato de Gyorgy Kepes titulado Julieta con pluma de pavo real (1939). El caso extremo es, tal vez, el inquietante autoretrato de Lee Friedlander, en el que sólo aparece la sombra de su cara sobre la espalda de una joven. En cualquier caso, casi cada obra merece un comentario.

La selección de esta exhibición la ha realizado Garrido, pero el principal mérito lo tiene el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo (México, 1902-2002), que a los 81 años aceptó la propuesta de Emilio Azcárraga, presidente de la Fundación Cultural Televisiva, y del productor Jacques Gelman de configurar una colección de fotografía para crear un museo. Era el año 1981 y Álvarez Bravo viajó por Europa y América buscando, seleccionando y comprando fotografias de todas las épocas y estilos. La sensibilidad, conocimiento y apertura de miras de Álvarez Bravo permitieron reunir en seis años un impresionante fondo de unas 1.200 fotografías que rápidamente se convirtió en uno de los más importantes de América Latina. Finalmente, el prometido Museo de la Fotografía no llegó a realizarse y el artista abandonó el proyecto para dedicarse a su trabajo personal. La colección, sin embargo, continúo incrementándose con nuevas adquisiciones hasta superar las 2.000 imágenes. Actualmente, y tras pasar por varios centros, estos fondos están depositados en el Centro de Cultura Casa Lamm, de México DF, que cuida de su conservación, estudio y divulgación. El archivo está digitalizado y es accesible en Internet en la dirección http://www.coleccionxalvarezbravo.org.mx/.

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