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Columna
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Pequeñas lecciones del 7-J

Por lo menos, la secuencia ha sido coherente: a una campaña electoral penosa le siguió un índice de participación mísero, y a éste un resultado gris, romo, deshilachado. En el escenario estatal, ni PP ni PSOE salen del 7 de junio con certezas acerca de su futuro. El socialismo gobernante no ha obtenido de las urnas europeas la reválida, el certificado anticorrosión que sí logran -con todos los matices necesarios- Nicolas Sarkozy, Angela Merkel y Silvio Berlusconi. Pero tampoco el Partido Popular sale del envite ungido como el inevitable ganador de las próximas elecciones generales, ni mucho menos. Pese a la euforia escenificada en la noche del domingo ante Génova 13, quedan dos años y medio de legislatura, bastantes conejos en la chistera de Rodríguez Zapatero y muchas minas en el camino de Rajoy hacia La Moncloa.

Queda mucha legislatura, bastantes conejos en la chistera de Zapatero y muchas minas en el camino de Rajoy a La Moncloa

En Cataluña, la altísima abstención del 7-J confirma el malestar, la perplejidad, el hastío político crecientes de una sociedad que se siente maltratada, burlada y escarnecida tanto en sus intereses materiales (con una Generalitat bajo el riesgo de la bancarrota...) como en sus sentimientos, en su dignidad colectiva. Sin embargo, y por lo que se refiere a las expectativas de los diferentes partidos, los efectos clarificadores del voto europeo han sido mínimos. De hecho, en los análisis postelectorales dominan los conceptos del tipo "resiste", "retiene", "conserva", "salva", "se resigna" y sinónimos, sin un átomo de euforia o de triunfalismo. El vencedor aritmético, el PSC, no tiene motivo alguno para echar las campanas al vuelo; el estimable ascenso de Convergència i Unió está muy lejos de ser una marea, y las demás siglas se han limitado a mantener posiciones o esquivar el desastre. De cara al otoño de 2010, pues, el partido está por jugar.

Así las cosas, podría decirse que las recientes elecciones al Parlamento Europeo sólo han clarificado un segmento menor, un rincón pequeño pero ruidoso del escenario político catalán, con implicaciones estatales: el espacio del españolismo lingüístico.

Bien es cierto que dicha clarificación había comenzado tiempo atrás, con el proceso autodestructivo en el seno de Ciutadans, pero los extraños socios que Albert Rivera se buscó para las europeas precipitaron la desbandada. Cuando uno de los más activos promotores mediáticos e intelectuales del invento escribe que "la dirección de Ciudadanos ha decidido acabar con su proyecto político", cuando otro de esos padrinos sentencia que "aquella esperanza se ha convertido en estafa por obra y gracia de un gánster de la política", cuando significados ex dirigentes lamentan haber dejado "la presidencia del partido en manos de un joven inexperto que carece de madurez política y humana", cuando dos de sus tres diputados dejan Ciutadans, entonces es evidente que la fiesta ha terminado. Más aún si las cabeceras de prensa y radio antaño amigas pasan a jalear a una marca rival por el mismo segmento de mercado: Unión, Progreso y Democracia.

Pero no nos confundamos: no es UPyD (con sus 15.649 votos catalanes) quien ha apuntillado a Ciudadanos, es el PP. Es Mayor Oreja asociando el euskera o el catalán con el granero y con la ignorancia, es el retorno de Vidal-Quadras con todo su plumaje verbal lo que ha mostrado a los electores más monotemáticamente españolistas dónde estaba su verdadero hogar, aquél del que se alejaron en tiempos de Josep Piqué.

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El pasado 23 de abril, Albert Rivera declaraba en una entrevista que "Miguel Durán tiene más apoyo social que López Aguilar". Pues bien, escrutinio en mano, el socialista recogió 6.032.500 votos, y el cabeza de cartel de Libertas-Ciudadanos de España, 22.805 (de ellos, 6.981 en Cataluña). Son una distancia tan enorme, un resultado tan ínfimo y un ridículo tan grande, que bien podrían derivar en epitafio.

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