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Plaza de Lesseps

La nueva plaza de Lesseps de Barcelona está a punto de inaugurarse -total o parcialmente- después de unas obras incómodas y demasiado lentas que han soliviantado a la ciudadanía. Después de haber ensayado un interesante proceso de participación vecinal desde el inicio del proyecto, el resultado es ahora cuestionado y tildado de autoritario e impositivo. La opinión pública, como es lógico, se contradice y parece poner en entredicho la eficacia de una participación acrítica y oportunista. Para que un proceso de participación añada cuotas de calidad, hay que limitarlo a elementos asequibles, precisos, conceptuales. O plantear -y exigir- previamente un conocimiento crítico de los valores culturales que se ponen en juego en el proyecto. No es válido juzgar la plaza de Lesseps sin entender críticamente y en términos culturales los itinerarios del diseño urbano que Barcelona ha tanteado con tanta eficacia esos últimos años.

Los vecinos tenían que haber sabido que sus peticiones se concretarían formalmente según el estilo del diseñador

La plaza de los Països Catalans fue la primera -en los años ochenta- en utilizar un lenguaje relativamente nuevo: a un espacio que no podía convertirse en parque o jardín, sobre las vías del ferrocarril, y que no podía alcanzar el orden compositivo de las fachadas, se le atribuía una significación urbana emplazando en su interior diversos objetos -referidos a signos urbanos tradicionales, como la pérgola, el templete, la fuente- que ofrecían un nuevo valor casi geográfico y una nueva lectura con su prepotencia formal. El proyecto de los arquitectos Piñón y Viaplana fue una experiencia con resonancias internacionales en el campo del diseño del espacio urbano. Por esto nos duele tanto ver ahora la degeneración que ha alcanzado con las mutilaciones -¿provisionales?- de las obras alrededor de la estación de Sants.

Este método de los objetos artificiales como base de un nuevo paisaje tuvo un punto culminante en la pérgola de hierro de la avenida de Icària. La excusa compositiva es la misma: una avenida marcada por una doble alineación de árboles que se interrumpen en un tramo cuyo subsuelo está ocupado por un gran colector que no permite la plantación. Miralles -que ya había intervenido en la plaza de los Països Catalans- proyectó para este tramo un inteligente amasijo de hierro y maderas, como estilización irónica de una pérgola continua, configurando un paisaje que ha alcanzado más fuerza expresiva que el clásico arbolado de los otros tramos. La aparente arbitrariedad de las formas se somete a unos imperceptibles ritmos geométricos que la hacen todavía más exuberante en su artificialidad.

El propio Miralles construye el Parc dels Colors en Mollet del Vallès y el de Diagonal Mar junto al Fórum, siguiendo el mismo método del paisaje artificial, quizá menos justificado que en la avenida de Icària y, por tanto, con tendencia al exabrupto formal que vulgariza las ideas esenciales. La experiencia del paisaje artificial empieza a correr el peligro de convertirse en un manierismo basado en la recomposición escultórica de toneladas de hierro según el grafismo persistente de la curva trazada a sentimiento con funciones de continuidad ornamental más que de soporte arquitectónico.

La plaza de Lesseps de Viaplana -y la de Europa en L'Hospitalet, obra del mismo autor- hay que juzgarla dentro de la evolución de este sistema como punto de partida de una manera de interpretar el escenario urbano. Cuando los vecinos pedían que se incluyera en la plaza una referencia a la obra ingenieril de Lesseps o la presencia del signo de entrada a un barrio, por ejemplo, tenían que haber sabido que todo ello se concretaría formalmente según el estilo del diseñador, que era precisamente el arquitecto que había iniciado la idea del paisaje artificial en la plaza de los Països Catalans. No es pertinente incluir en los procesos de participación ni en los juicios posteriores los problemas de estilo, sobre todo cuando son la base de innovaciones que todavía hay que digerir.

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Puestos a resumir, parece evidente que a la plaza de Lesseps hay que reconocerle cuatro méritos indiscutibles al margen incluso de sus atributos particulares y su calidad arquitectónica: insiste en el paisaje artificial como superación radical de los residuos de la urbanidad barroca y neoclásica que perviven incluso en los proyectos pretendidamente modernos; recupera la racionalidad del proyecto al aceptar las limitaciones de un espacio superpuesto a un subsuelo construido que impide la transformación en parque vegetal; acepta la desintegración y la insignificancia compositiva global de las fachadas como un dato incuestionable; se opone a los peligros de la pura ornamentación recuperando el carácter esencial arquitectónico. Es decir, insiste en la adecuada asimilación de unas nuevas formas e intenta superar el manierismo decadente sugerido por esas mismas formas.

Queda, no obstante, una duda: ¿es realmente superable ese manierismo de toneladas de acero en volandas y en cruces y tangentes ingrávidas, después de 25 años de aproximaciones formalistas y ante la amenaza de tantos imitadores baratos?

Oriol Bohigas es arquitecto

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