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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Preparativos de huida

1. En el momento exacto en el que Woody Allen decía en la Pompeu Fabra que cualquier excusa era buena para venir a Barcelona, me dije que la fortuna de los hombres es asombrosamente diversa y que para mí cualquier excusa era buena para huir a Nueva York. La invitación a un acto literario en esa ciudad no había podido llegarme en momento más oportuno, cuando más asfixiado me sentía por el clima general de Barcelona. Y aunque para subir al avión de la Delta Air Lines faltaban todavía tres días, comencé a preparar las maletas con la máxima antelación.

Era mi segundo viaje a Nueva York, una ciudad que mitifiqué durante años a través de un sueño recurrente, que durante un tiempo no dejó de acosarme con extraordinaria intensidad. Durante años, ese sueño tuvo como escenario un patio interior del Eixample barcelonés, el amplio patio de un entresuelo de la calle de Roselló en el que, rodeado de grises construcciones, yo había pasado toda mi infancia jugando a solas muchas tardes a fútbol, a la salida del colegio.

En el sueño recurrente siempre estaba todo igual a aquellos días (yo imaginaba, como entonces, que era dos equipos de fútbol al mismo tiempo, en plena disputa de un partido; el patio era el patio que conocía y la desolación general de la posguerra también la misma), pero los edificios de alrededor no eran los del Eixample, sino rascacielos de Nueva York, lo que hacía que me sintiera en el centro del mundo y con un sentimiento intensísimo de plenitud y felicidad.

La recurrencia de ese sueño me llevó a la sospecha de que podía conocer esa felicidad tan intensa el día en que fuera a Nueva York y, rodeado de los rascacielos vecinos, me encontrara en el centro mismo de mi sueño. Y un día, teniendo ya 40 años, me invitaron a Nueva York y viajé por fin a esa ciudad. Llegué muy tarde en la noche, un taxi me dejó en el hotel y, ya en la habitación, miré por la ventana y vi que estaba rodeado de rascacielos. Hablé por teléfono con los que me habían invitado a la ciudad y quedé con ellos para el día siguiente. Estoy en el centro mismo de mi sueño, pensé. Pero vi que todo seguía igual, no ocurría nada especial. Miraba los rascacielos y nada se movía, la felicidad ni se acercaba ni alejaba. Me encontraba dentro de mi sueño y al mismo tiempo el sueño era real. Pero eso era todo. Estuve largo rato mirando a los rascacielos y al final, al ver que no ocurría nada, me acosté y acabé durmiéndome. Soñé entonces que era un niño de Barcelona que jugaba al fútbol en un patio de Nueva York. Ha sido el mejor sueño que he tenido en mi vida, de una plenitud absoluta. Descubrí que el duende del sueño no era aquella ciudad, sino que el duende había sido siempre el niño que jugaba, y yo había tenido que ir a Nueva York para enterarme por fin de esto.

2. Comencé a hacer la maleta con tres días de antelación mientras recordaba los extraños azares de mi único viaje hasta entonces a la ciudad favorita. En mi anterior visita, yo había ido a Nueva York para sentirme en el centro mismo de mi sueño, y también con la perspectiva de que conocería a la nieta de Trotski, con la que había quedado citado a través de una amiga común. En la aduana, en el formulario de entrada al país, fui prudente y, cuando me preguntaron si era comunista, no dije que había viajado a Nueva York para encontrarme con Nora Volkow, la nieta mexicana de Trotski. También había ido, después de todo, porque tenía que dar una lectura en Americas Society, en Park Avenue.

No tardé en saber que en la habitación contigua a la sala donde daría mi lectura en Americas Society había dormido Kruschev el día en que pasaron a la historia él y sus zapatazos en la Asamblea General de la ONU. Y es que hacía tan sólo unos pocos años que el bellísimo edificio de Americas Society había dejado de ser el consulado ruso en Nueva York. Yo, por mi parte, no paraba de imaginar todo el rato el comienzo de una narración teñida de tintes soviéticos: "Fui a Nueva York a entrevistarme con la nieta de Trotski. Hacía ya unos años que la Guerra Fría había terminado...".

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Nunca se sabe y el mundo es un misterio que nadie ha resuelto. Nora Volkow nunca se presentó a la cita. Cuando fui a dar la lectura en Americas Society, ya me había resignado a la idea de que no la vería. Leí en ese salón contiguo al cuarto de Kruschev y, al acabar, se me acercó alguien del público, el señor Osias Stutman, médico y poeta argentino, que al poco de presentarse me dijo que trabajaba en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Center y que en marzo regresaba a Barcelona. Al comentarle distraídamente -por comentarle algo- mi fallida cita con la nieta de Trotski, me dijo que hay coincidencias y casualidades con las que te mueres de risa. Le pedí que se explicara mejor. Entonces me comentó que en Barcelona él vivía en el edificio Cabot, en la calle de Roger de Llúria número 8, y que no hacía mucho acababa casualmente de enterarse de que en ese inmueble había nacido Mercader, el asesino de Trotski. En cuanto supe esto, me pareció muy evidente que el mundo era, como diría Paul Auster, un lugar donde dominaba el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en nuestro destino.

Ahora, en ese segundo viaje, a quien voy a encontrarme en Nueva York es precisamente al artista del azar, a Paul Auster, que me ha citado en su casa para pasear el sábado por la tarde por el barrio de Brooklyn. Con el paseo quedarán seguramente atrás antiguas ruletas de azares rusos y tal vez lleguen otras y nuevas casualidades, quizá la nieta de Trotski aguardándonos en una esquina, nunca se sabe.

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