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Tribuna
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Privatización y desregularización

Desvelado el rumbo neoliberal que el Gobierno de la Generalitat ha tomado, recién aprobados los recortes en políticas sociales y antes de un anunciado proceso de privatizaciones, ahora la denominada ley ómnibus pretende modificar de golpe, sin apenas debate, 77 leyes y derogar 14, llevándose por delante años de esfuerzo para ponernos al día en derechos y obligaciones. Entre los cambios más graves están los que se introducen en algunos puntos de la Ley del Derecho a la Vivienda, cuya elaboración y aplicación se retrasó entre 2005 y 2008 para poder consensuarla con la mayoría de los partidos y con todos los diversos intereses.

O como la modificación del texto refundido de la Ley de Urbanismo, que reduce los deberes de los propietarios y promotores en materia de reserva mínima de vivienda de protección oficial, cesión de suelo público y obligatoriedad de los informes de sostenibilidad ambiental. O como la eliminación de la Ley de Barrios, que aunque fuera un invento genuino del tripartito, había beneficiado sin partidismos muchos tejidos urbanos deteriorados. Era una ley urbanística admirada fuera de Cataluña, un ejemplo de gestión territorial progresista. Nada justifica que se eliminen procesos que funcionan y que son necesarios para mantener la cohesión social.

No hay precedentes de un Gobierno democrático que destruya de forma tan sistemática el trabajo institucional previo

Tomar estas medidas entra en contradicción con el derecho constitucional a una vivienda digna y con la responsabilidad pública de que las plusvalías repercutan en el bien común. Se olvida que la burbuja inmobiliaria fue provocada por la liberalización de la Ley del Suelo y que la crisis actual tiene una de sus causas en los préstamos bancarios a la compra de suelo. En vez de avanzar hacia la rehabilitación y el uso social de la vivienda, se retrocede hacia medidas que priorizan la venta pendiente de pisos nuevos.

No hay precedentes de un Gobierno democrático cuya principal característica haya sido destruir de manera sistemática el trabajo institucional previo. Y no solo se cambian leyes recientes, sino que también se reforman unas 40 de la época de Pujol y se ha eliminado el Departamento de Medio Ambiente, que el mismo Gobierno democristiano creó. Es cierto que los tiempos han cambiado, pero no parece que este sea el camino para afrontarlo. Y es de manual que estos cambios precipitados no contribuyen a recuperar un valor tan imprescindible en política como la confianza.

Las universidades públicas catalanas, que llevan años esforzándose por mejorar y situarse en el panorama internacional, han empezado la caída hacia la reducción de profesorado, presupuestos e investigación. Tal como se ha demostrado en otros casos, la privatización y la desregularización (en sanidad, enseñanza, universidades, urbanismo) no rehacen una sociedad y solo benefician a las agencias de rating y a los inversores.

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Se trata al país como una gran empresa sin otros criterios que no sean la reducción de gastos y plantilla. Hemos entrado en un periodo de drásticas dualizaciones que presagian conflictos violentos e imprevisibles, en una democracia que no representa a una parte de la sociedad y en la que los más votados tienden a ser los mismos que nos han llevado a la crisis. Institucionalmente, de una Cataluña que estaba reforzando su carácter de sociedad civil y sus valores públicos se está pasando a una en la que el valor dominante son los intereses de la propiedad privada; de una situación que reivindicaba la inclusión social entramos en un periodo en el que algunos se vanaglorian de la represión, toleran la xenofobia y prefieren la exclusión. Por tanto, la indignación y las protestas van a ir creciendo y extendiéndose.

Si el estado autonómico ha renunciado a su misión de contrarrestar la codicia financiera, siguiendo lo que dictan los intereses del mercado y reduciendo el espacio para el bien común y el discurso social; y si la mayoría de los intelectuales se han funcionarizado y mercantilizado, el protagonismo de la transformación pendiente está en la ciudadanía activa, la que trabaja día a día en mejoras locales, se organiza en las redes sociales, reconquista el espacio público y lucha pacíficamente por una democracia participativa, en la que la diversidad de opciones críticas logren articularse y expresarse.

Josep Maria Montaner es arquitecto.

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