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LA CRÓNICA
Columna
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Réquiem por la cajonera

Para todos aquellos que se han interesado más o menos seriamente por la lengua, que en este país somos legión, la cajonera ('sa calaixera', en VO) de mosén Alcover es algo así como la tumba de Tutankamón para los egiptólogos. Se trata de ese trasto que ven en la foto, un mueble de 33 cajones construido en 1904 para albergar las cédulas con las que el denominado 'apòstol de la llengua catalana' iba a edificar un monumento filólogico sólo equiparable al diccionario etimológico de Joan Coromines, el Diccionari català-valencià-balear. Al final las fichas fueron tantas que la cajonera se quedó corta (llegaron a fabricarse otras ocho más, aunque la inicial es, a día de hoy, la única inmune a la carcoma), pero lo que no pudieron los bichitos ni el mal de mar, tras el accidentado viaje de ida y vuelta a Barcelona, lo han podido los bits: sa calaixera se está quedando vacía.

Los cuatro millones de cédulas obtenidas son resultado tanto de sus 'eixides lingüístiques' como de las aportaciones de los 1.500 corresponsales

Mosén Antoni Maria Alcover (Manacor 1862-Palma 1932) fue un personaje tan mítico como el mueble mismo. Como eclesiástico llegó al cargo de vicario general de Baleares; como polemista, fue azote de descreídos y anticatalanistas desde la prensa más integrista de Mallorca, y como estudioso de la lengua fue un verdadero dinamizador. Francesc de Borja Moll, su discípulo y continuador (el diccionario es conocido popularmente como 'l'Alcover Moll'), le describía así: 'Sempre he recordat la impressió extraordinària que em produí aquell home gras, cara-rodó, cap-pelat, de gest enèrgic, que davant els acudits o les capbuidades dels al·lots reia sorollosament i amb sacsament de tota la seva còrpora robusta' (Un home de combat, Editorial Moll, biografía ciertamente recomendable). Cuando se le metió en la cabeza la idea de confeccionar esa gran radiografía pasada y presente de la lengua catalana lo hizo apelando a sus dos mayores virtudes: la capacidad de trabajo, mediante las denominadas 'eixides lingüístiques' por todos los rincones del territorio de habla catalana, y la de convicción, a través de la conocida Lletra de convit del año 1900. En ese documento, además de describir el ambicioso proyecto, exhortaba a todos los amantes de la lengua a colaborar mediante el envío de cédulas, e incluso daba instrucciones sobre cómo rellenarlas. El caso es que su llamada obtuvo respuesta de más de un millar y medio de corresponsales, anónimos herederos morales de ese tesoro de Alí Babá que está a punto de abandonar el cofre para siempre.

Los 25 años que duró la recogida de materiales fueron todo un vía crucis para el capellán metido a filólogo (incluido el aprendizaje del alemán para poder formarse en Romanística, disciplina que por aquel entonces en estos pagos era prácticament desconocida), aunque todavía más para sus muchos enemigos: el carácter de mosén Alcover era tan arrebatado y visceral, y su ingenuidad tan poco diplomática, que tarde o temprano terminaba peleándose con todos sus colaboradores. Entre sus ofendidos figuran ni más ni menos que Pompeu Fabra, Cambó y el Institut d'Estudis Catalans en pleno (de cuya Sección Filológica, por cierto, fue el primer presidente).

Uno de los pocos que supo tratarle fue precisamente Francesc de B. Moll, gracias al cual el proyecto pudo llegar a buen puerto, pues Alcover sólo llegó a ver en vida el primer volumen, aparecido en 1926. Los otros nueve fueron saliendo, ahora con la ayuda del valenciano Manuel Sanchis Guarner y de Aina Moll, hija de Francesc de B., entre 1935 y 1962.

Este año se cumplen, pues, 40 de la publicación del diccionario (y 140 del nacimiento de su impulsor, efemérides ambas que la semana pasada fueron heroicamente celebradas por los profesores de catalán del instituto de S'Arenal, en la periferia más castellanizada de Palma). La casualidad, sin embargo, ha hecho coincidir estas fechas con la venta de todo el legado de Antoni M. Alcover y Francesc de B. Moll al Gobierno balear, una operación que saneará la maltrecha economía de Editorial Moll pero que entierra definitivamente la vieja idea de los herederos de Moll de transformar todo ese material en una fundación. De la misma manera que en su día se perdió la oportunidad de incorporarlo a la sede del Institut d'Estudis Catalans, donde tan útil hubiera resultado a los artesanos de diccionarios posteriores más normativizados pero mucho menos ricos.

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¿Y qué va a pasar ahora con la cajonera? Pues lo inevitable en estos tiempos, lo que dijo Ricard Urgell, director del Arxiu del Regne de Mallorca (donde ahora reposan los huesos del legendario armatoste): que van a transferir los cuatro millones de fichas a archivadores metálicos a fin de facilitar el proceso de documentación y sucesiva digitalización. Toda una metáfora de lo nuevo y lo obsoleto. El día mismo de la cesión, el pasado 20 de mayo, el responsable de la editorial Cesc Moll parecía despedirse una a una de las 900.000 que finalmente entraron en los primeros 33 cajones antes de abandonarlas hacia el frío metal.

Mosén Alcover y Francesc de B. Moll acumularon sus centenares de miles de fichas a golpe de chiruca y correo. Ahora que con la informática todo sería más fácil y más rápido, ya no hace falta: para los escasos millares de palabras con que sobrevivimos, cada milímetro de chip nos saldría por un ojo de la cara.

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