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Columna
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Rescoldos de la 'Rosa de fuego'

Francesc Valls

Ha pasado más de un siglo desde que Barcelona viviera la Setmana Tràgica. La Restauración dejó paso tras una larga dictadura a la democracia. Pero algunos viven anclados en el pasado, han roto su prudente silencio, han expresado su querencia por los viejos clichés y parecen empeñados en reavivar los rescoldos de la Rosa de fuego revolucionaria. Barcelona vuelve a ser la patria de quienes amenazan el orden. En el remake de aquella semana de 1909, el decorado no es ya la quema de iglesias ni las barricadas, sino la agresión a varios diputados y el sitio del Parlament por parte de algunos indignados el pasado miércoles. Para redondear el guión, no falta ni el culpable. Hay un asombroso parecido entre la barba de Francesc Ferrer i Guàrdia y la de Arcadi Oliveres. El primero fue fusilado al ser considerado el cabeza visible de unas barricadas que jamás pisó, y al segundo, presidente de Justícia i Pau, se le amenaza desde el Gobierno catalán con una demanda si no retira estas palabras: "Me permito decir, no porque esta vez tenga ninguna información sino porque en actos anteriores se habían producido situaciones similares, que puede ser perfectamente que una parte de esta violencia [la que se produjo ante el Parlament] haya sido originada por agentes policiales vestidos de paisano, porque sé que en ocasiones anteriores se había producido". Es bien sabido que ni Ferrer i Guàrdia ni Arcadi Oliveres estuvieron presentes allí donde sucedieron los enfrentamientos, pero la sociedad biempensante, con la que el libertario mantenía peores relaciones que el presidente de Justícia i Pau, ya ha sentenciado.

La llegada de Mas en helicóptero al Parlament es una muestra de la impotencia y la prepotencia de la política

Ahora, con un Estado de derecho a pleno rendimiento, estamos asistiendo a la lapidación mediática, a la criminalización sin matices de todo un movimiento, que tiene raíces no solo en una simple crisis económica, sino en una crisis del sistema con argumentos de mucho calado. Buena parte de la ciudadanía está de acuerdo en que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero opina que ha habido un reparto injusto de responsabilidades. España hace los deberes que ordena Europa, siguiendo la receta de quienes Krugman denomina fanáticos del dolor, aquellos capaces de sacrificarlo todo al altar del sistema financiero en perjuicio de la mayoría de los ciudadanos, a la espera de que nos visite el hada de la confianza en los mercados. Los Gobiernos hacen los deberes ordenados, adulteran sus programas electorales y los resultados son imperceptibles cuando no frustrantes para la sociedad. Se pervierte la política y se provoca una desconfianza preocupante en los partidos, hasta tal punto que, opinadores a parte, un sector nada despreciable de la ciudadanía no ve con malos ojos el injustificable acoso y la violencia ejercida el pasado miércoles contra los representantes de la soberanía popular en los accesos al Parlament. Vivimos una crisis sistémica y estamos ante un movimiento, el del 15-M, nuevo, horizontal, sin cabezas visibles que se asemeja a la multiplicidad antaño expresada por el anarquismo catalán. Y eso supone muchos registros. Con todo, los violentos del movimiento en Barcelona deberían aprender y tomar buena nota de la protesta cívica y pacífica del resto de sus compañeros o de sus colegas valencianos, que tienen motivos sobrados para estar superindignados. El día en que se concentraron ante las Cortes valencianas, en el hemiciclo tomaron posesión de sus cargos 10 diputados imputados por corrupción y aupados por un arrollador voto popular.

En la capital catalana el pasado miércoles sobró violencia y coacción y faltó dispositivo policial. La llegada de Mas y buena parte de su Gobierno en helicóptero al Parlament fue la expresión de la impotencia y la prepotencia de la política, sin reparar en gastos. Parece que en el terreno del orden público, el consejero de Interior, Felip Puig, no halla la anhelada centralidad, ante una oposición muda. Amante del maniqueísmo de manual, Puig prefiere reeditar la pugna entre "buenos y malos", esa simplificación que tanto le gustaba al obispo Torres i Bages durante la Setmana Tràgica y que tanto preocupaba al Joan Maragall de La Ciutat del Perdó. Si algo se aprende en democracia es que además del blanco y el negro hay infinitos tonos grises.

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