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Columna
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Ruido y ocio sostenible

Barcelona está "aturdida por el ruido", destacó este periódico el 26 de julio. Lo ilustró con un contundente dato: el 84% de las quejas que la Guardia Urbana recibió entre enero y mayo fueron debidas a "jaleo de la calle, el bar o el vecino", y apuntó que el Consistorio prepara una nueva ordenanza de Medio Ambiente Urbano más restrictiva ante la contaminación acústica. Pero a juzgar por la información publicada, no parece que ésta vaya a sancionar a los centros de ocio que la generan de modo indirecto.

Nos referimos, por ejemplo, a penalizar tiendas de comida para llevar, que convierten las plazas en merenderos, o bares y locales nocturnos en cuyos alrededores afloran como hongos jóvenes que practican el botellón sentados en calles y plazas. Celebran de este modo fiestas low cost, orinan en la vía pública o en rellanos y dejan su tarjeta de visita con vómitos, tags de rotulador, retrovisores de vehículos rotos o cabinas telefónicas destrozadas. Por si estas molestias fueran pocas, los sufridos vecinos deben llamar a la Guardia Urbana para que los desaloje -no suelen irse hasta la madrugada- y es necesario organizar dispositivos policiales periódicos para evitar su expansión.

Si las empresas de ocio tuvieran que asumir responsabilidades sociales la realidad cambiaría

Estos negocios asociados a problemas de vandalismo (incivismo, según la nebulosa y ridícula terminología imperante) saben que no serán sancionados si cumplen las ordenanzas municipales. Además, es difícil para el Ayuntamiento limitar sus horarios, pues compete a la Generalitat determinarlos. El resultado es que tales establecimientos emiten un "efecto llamada" perverso y las autoridades deben invertir recursos en seguridad para limitar los efectos descritos y reparar destrozos continuados. Ello crea una paradoja: los ciudadanos perjudicados por los vándalos ven cómo se dedica parte de sus impuestos a financiar a los policías que los controlan y disuelven, de modo que, además de ser víctimas de sus jolgorios, están obligados a un indeseable copago de los mismos.

Estamos, pues, ante negocios éticamente reprobables y cada vez más costosos para la Administración en términos de mantenimiento de mobiliario urbano, seguridad y limpieza, por lo que constituyen un ocio no sostenible. Esta cuestión alarmante no hace mella en nuestros políticos, que parecen asumir su presencia como parte del paisaje urbano. Sin embargo, si la extrapolasen a la esfera medioambiental advertirían que al hacerlo cometen un despropósito: ¿Pueden imaginar una empresa que ensucia y perjudica a la población ubicada en el corazón del tejido urbano? ¿Verdad que les resultaría inconcebible? En cambio, consideran normal que entes de ocio nocivos perfectamente identificados permanezcan ahí porque la ley lo permite. Pues bien, lo razonable sería que procedieran a cambiarla de modo inmediato, ya que tales comercios -al igual que las industrias contaminantes- se deberían clausurar, instalar en polígonos alejados de núcleos de población o tener horarios drásticamente limitados.

En este sentido, estamos convencidos de que si no se asume la sostenibilidad del ocio como estrategia solo se paliará el ruido, pero no se acabará con él. Lo ilustra el caso de la sala KGB, cuyo eventual cierre han planteado unos 300 vecinos al Consistorio. Cuando trascendió recientemente que en sus alrededores cientos de jóvenes hacen botellón cada jueves, su gerente manifestó haber realizado "todo lo posible" para arreglar esta situación y evitaba que sus usuarios pudieran salir una vez habían entrado, pero apuntó que ello se producía "tres calles más abajo" y afirmó que el botellón era un problema de civismo que se resolvería con presencia de Guardia Urbana. ¿Ven que sencillo es arreglar el asunto? Basta con poner agentes pagados por el erario público, como se ha hecho.

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En este marco, si las empresas de ocio contaminantes tuvieran que asumir responsabilidades sociales -como las fábricas- la realidad cambiaría. No hay que ser un lince para saber que si éstas tuvieran que abonar la limpieza y los desperfectos que generan indirectamente en el medio urbano adyacente, indemnizar a quienes lo habitan por la falta de descanso y costear los policías que requiere mantenerlo tranquilo probablemente no serían viables económicamente. Pero mientras tales conceptos no entren en su contabilidad, los problemas descritos se reproducirán de modo cíclico por un motivo obvio: ensuciar es gratis. ¿Hasta cuando el Consistorio barcelonés -gobierno y oposición- tolerará esta impunidad?

Xavier Casals es historiador y vecino de Gràcia

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