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¿Seleccionar élites o formar profesionales?

Antón Costas

Los datos son espectaculares, por no decir dramáticos, y deberían llevarnos a hacer algo de forma urgente, porque su continuidad compromete el progreso económico y social de nuestro país.

Según leo en el último número de la Agencia para la Calidad del Sistema Universitario de Cataluña (06/2007: El sistema universitari públic català. www.aqucatalunya.org), de todos los estudiantes que en el curso 2000-2001 se matricularon en estudios de duración teórica de tres años (diplomaturas e ingenierías técnicas), sólo acabó en ese periodo el 41% de los matriculados en áreas de ciencias de la salud, el 29% en ciencias sociales y el 5,5% en las técnicas.

Para el caso de las licenciaturas e ingenierías, los resultados son aún peores. El número de estudiantes que se matricularon en el curso 2000-2001 y que ha finalizado sus estudios en el tiempo teórico (cuatro para las licenciaturas y cinco años para las ingenierías) no supera en ningún caso el 10%. Para los graduados en ciencias sociales ese porcentaje es del 9,9%; para los de humanidades es del 9%; para los de ciencias experimentales, del 5%, y sólo del 3% para las ingenierías superiores.

Otra forma de acercarse a este problema es ver el progreso de los estudiantes universitarios en su primer año de estudios. Aparecen dos situaciones diferenciadas. El 36% de los estudiantes de humanidades y ciencias sociales aprueba en el primer año entre el 20% y el 40% de los créditos teóricos; en el caso de los estudiantes de ingenierías de ciencias o técnicas, aprueban el 20% de los créditos previstos.

Estas cifras concretas pueden contener algunos errores por la dificultad de homogeneizar datos entre diferentes estudios, pero de lo que no cabe duda es de que la realidad que hay detrás es más que preocupante. En todo caso, el concepto de tiempo teórico es válido para analizar la eficiencia con que funciona nuestro sistema universitario público.

Cualquier actividad empresarial que tuviese estos resultados quebraría de inmediato. Imaginen un hospital que sólo curase al 10% de los pacientes, o una fábrica de coches que en el tiempo teórico de la cadena para producir 100 coches sólo consiguiese acabar el 10%. Uno y otra quebrarían y nos estaríamos preguntando el porqué de esos niveles de eficiencia tan bajos. Y, sin embargo, parecemos despreocupados por los resultados de nuestro sistema universitario.

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Lo más educado que se puede decir de estos datos es que cuestionan la eficiencia del sistema universitario para desarrollar al máximo el capital humano del país. ¿Qué más da, si la economía y el empleo funcionan? Acostumbrados como estamos desde hace más de una década a creer que vivimos en un mundo feliz de crecimiento económico, baja inflación y aumento del empleo, los más optimistas pueden restar importancia a estos datos. Pero si es cierto, como afirman economistas e historiadores económicos, que la calidad del capital humano de un país es un factor básico para la capacidad de innovación y la productividad de la economía, esos datos cuestionan nuestro futuro industrial, económico y social.

Por no hablar del coste social y personal que representan esos miles de jóvenes que entran ilusionados en la Universidad y la abandonan frustados, o que culminan sus estudios a edades avanzadas que dificultan su entrada en el mercado laboral. Todo un despilfarro.

¿Cómo explicar estos magros resultados? Podemos manejar tres tipos de explicaciones.

La primera estaría relacionada con la mala formación de los estudiantes que llegan a la Universidad. Esta explicación gusta mucho a los profesores universitarios, pero es discutible. Los peores resultados y el mayor número de abandonos se produce en aquellos estudios con mayores notas de entrada y a las que van los mejores expedientes, como es el caso de las ingenierías. Por tanto, no vale del todo.

La segunda explicación tiene que ver con la calidad del propio sistema universitario, con sus programas de estudio y sus métodos docentes. Sin duda, nuestras universidades tienen un camino importante para mejorar. Pero la Universidad de hoy es mucho mejor que la que era cuando yo estudié y, sin embargo, produce peores resultados. Por tanto, hay algún otro factor.

Hay una tercera. A mi juicio, nuestro sistema universitario sigue preso de un criterio atávico, especialmente en el caso de las ingenierías, aunque de ello no sean muy conscientes los que lo aplican. Creen que su función es seleccionar las élites que han de dirigir el país, sus empresas y sus instituciones, más que formar expertos en áreas muy variadas, necesarias para la modernización y el progreso industrial y económico.

Ese criterio elitista viene, como muy cerca, de una ley del año 1935 que confirió muy amplias atribuciones a los titulados de nuestras escuelas de ingeniería. Atribuciones que les permitían unas amplísimas facultades de dirección y ocupación de parcelas de poder, más allá de sus conocimientos concretos.

Desde aquella época los ingenieros salidos de las escuelas se ven a sí mismos como altos directivos, más que como profesionales que dominan un campo concreto del saber. Se ven como élites, no como profesionales. Y siguen creyendo que la función de las escuelas de ingeniería es seleccionar esas élites, cuyos conocimientos profesionales son tan generalistas que no tienen equivalencia en ningún otro país desarrollado.

Esa confusión entre profesión y atribuciones es lo que aún defienden con ahínco los colegios profesionales (a los que, por cierto, está afiliado un pequeñísimo porcentaje de titulados). Es lógico, defienden privilegios. Y no se puede pedir a nadie que renuncie voluntariamente a sus privilegios.

Ésta es, a mi juicio, la madre de los malos resultados que he comentado más arriba. Como he señalado también, esos resultados son una hipoteca importante para la modernización industrial y la competitividad de nuestras empresas en un mundo globalizado.

Pero soy muy escéptico acerca de la posibilidad de que cambien las cosas. Excepto si desde la sociedad y, especialmente, desde el propio mundo empresarial y sus asociaciones, no se presiona al Gobierno, a los colegios profesionales y a la propia Universidad para que cambien su criterio elitista por otro más profesional.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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