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'Sumaríssim 477': ¿juicio final?

Una notable sentencia sobre la libertad de expresión: los jueces no deben arrogarse el juicio de la historia, siempre inmisericorde con quienes pretenden emitir un juicio final sobre ella

Pablo Salvador Coderch

Objetivos y descarnados, los hechos históricos son restos exhumados de un pasado imposible de reconstruir. Así, es un hecho que Manuel Carrasco i Formiguera (1890-1938), fundador de Unió Democràtica de Catalunya, fue fusilado en Burgos el 9 de abril de 1938, meses después de que un consejo de guerra le hubiera condenado a muerte. Pero a poco que preguntemos por qué causas le condenaron, las respuestas son casi infinitas, como la trágica vastedad de la Guerra Civil española. Mi propia respuesta es que Carrasco i Formiguera murió por lo que era, no por lo que había hecho. Así me contaron la guerra quienes la sobrevivieron. Naturalmente, muchos lectores discreparán y preferirán otra reconstrucción de aquella salvajada, pero quizá la mayoría coincida con mi opinión de que los tribunales de justicia no son la sede apropiada para decidir los juicios de la historia. Tal ha sido el buen sentido de la sentencia del Tribunal Constitucional, del pasado 23 de marzo, en la cual la mayoría de sus magistrados ha declinado intentar la misión imposible de juzgar la historia.

En 1994, TV-3 emitió Sumaríssim 477, un documental sobre el proceso y fusilamiento de Manuel Carrasco i Formiguera en el que se afirmaba que su condena a muerte se había basado exclusivamente en el testimonio voluntario de ocho catalanes que luego habrían ocupado altos cargos en la Administración franquista. Los hijos de uno de los testigos, Carlos Trías Bertrán, fallecido muchos años antes, se alzaron unánimes en defensa de su memoria y demandaron judicialmente a Dolors Genovès Morales, autora del reportaje, a Televisió de Catalunya, SA, y a la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió. Pedían una indemnización, pero sobre todo reclamaban la publicación de la sentencia y la supresión de frases que consideraban falsas y ofensivas para el honor de su padre muerto.

Tras ganar el pleito en dos instancias, lo perdieron en el Tribunal Supremo y ahora el Tribunal Constitucional ha vuelto a fallar en su contra: no se puede, ha sostenido la mayoría, examinar un hecho histórico -como el consejo de guerra a Carrasco i Formiguera- del mismo modo que se aprecia la exactitud y corrección de una crónica judicial. Antes bien, la libertad de investigación de los historiadores prevalece sobre el derecho al honor de las personas que protagonizaron hechos históricos cuando se ajuste "a los usos y métodos característicos de la ciencia historiográfica". Se trata, añade la sentencia, de una libertad "acrecida" respecto de la que ya opera para las de información y expresión, pues la personalidad de quienes protagonizaron los hechos del pasado "se ha ido diluyendo" y no puede oponerse con la misma intensidad que lo hace la de quienes todavía viven.

El presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, y otro magistrado han discrepado de la mayoría de sus colegas, pues han entendido que el reportaje no hacía justicia a los hechos, que no se trataba de meras opiniones -de análisis personales-, sino que, en los puntos discutidos por los demandantes, era falso: Carrasco i Formiguera no fue condenado exclusivamente porque ocho personas testificaron en su contra, ni éstas lo hicieron voluntariamente, sino porque habían sido citados para ello.

La sentencia es, sin duda alguna, la más notable de las dictadas sobre libertad de expresión en toda la etapa del tribunal de Jiménez de Parga: los jueces no deben arrogarse el juicio de la historia, siempre inmisericorde con quienes pretenden emitir un juicio final sobre ella. Las guerras culturales por la formación de la conciencia colectiva están a la orden del día, pero los jueces deben velar por que los políticos y los empresarios morales que pugnan por adoctrinarnos a todos no consigan imponernos nunca el monopolio de tal o cual visión del mundo a costa de la libertad de exponer las demás. Por su parte, la minoría acierta al destacar el papel de la veracidad en la historia: un profesor de historia no es un profeta. No debería serlo, al menos. En su reivindicación de la búsqueda de la verdad, los magistrados discrepantes se distancian de la tesis, rozada por la mayoría, de que la historia es sólo un mito que cada generación recrea en su empeño por retratarse a sí misma.

Esta sentencia y su voto particular contribuyen a alejar el país legal del enrarecimiento de la corrección política en que unos ansían sumirlo y de la crispación dogmática pretendida por otros. Los demandados y ganadores del litigio han conseguido hacer resaltar la prevalencia de la libertad de apreciación de los hechos históricos. Pero también es de alabar la gallardía de los demandantes, quienes, al centrar su reclamación en los aspectos más concretos del caso que consideraban inexactos, supieron resistirse a la tentación de arrojar sus propios muertos a la hoguera del odio y el resentimiento y, sobre todo, acertaron a llevar la polémica misma al seno de un tribunal que se dividió a la hora de apreciarla. Mostraron así que la historia no admite juicios categóricos. La sentencia sobre Sumaríssim 477 es una buena lección de convivencia. Pero no es el juicio final.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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