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Universidad bajo coacción

La Universidad no ha sido nunca aquel templo del saber puro y neutro en el que dicen creer algunos biempensantes ajenos a la institución, ni tampoco ese baluarte, ese laboratorio efervescente del pensamiento crítico al que apelan ciertos soixante-huitards llenos de nostalgia. La Universidad, en circunstancias normales, es un ámbito de trabajo donde florecen todas las grandezas y las miserias de la naturaleza humana (el compromiso y la envidia, la indolencia y el compañerismo...), y un espejo de su entorno social, económico y político. Con una salvedad: en materia política es un espejo deformante de la realidad exterior; un espejo que agiganta las posturas más radicales, más extremas, y difumina a las mayorías, generalmente silenciosas.

No es posible consentir la actuación impune de minorías sin que la convivencia universitaria sufra deterioro

Desde hace ya bastantes años, a raíz de la crisis de las izquierdas convencionales y de sus paradigmas ideológicos, el antiguo lugar de éstos y de aquéllas en los ámbitos universitarios se ha visto ocupado por esos movimientos y esas actitudes que genéricamente llamamos antisistema. Con expresiones a ratos pintorescas: por hablar sólo de lo que conozco, en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) cajeros automáticos y máquinas expendedoras de refrescos han sido combatidos más de una vez como la avanzadilla de la supuesta invasión empresarial que pretendería privatizar la enseñanza superior. Últimamente, tales pulsiones y movimientos han hallado una eufónica consigna en la lucha contra el Espacio Europeo de Educación Superior, conocido como la Declaración de Bolonia.

Sin embargo, este legítimo rechazo viene adoptando, sobre todo en la Facultad de Letras de la UAB, formas coactivas y métodos de fuerza que no es posible dejar pasar en silencio por más tiempo. Ya a principios del pasado mes de marzo, unas decenas de presuntos estudiantes ocuparon violentamente la citada facultad, expulsando de aulas y despachos a profesores y alumnos refractarios a la ocupación. Ello obligó a la autoridad académica a recurrir a los Mossos d'Esquadra, y esa intervención policial -caricaturizada como si la hubiesen protagonizado los grises de los sesenta del siglo XX- ha servido de pretexto desde entonces a esa minoría estudiantil para exigir la dimisión del rector y para boicotear de forma sistemática las reuniones de la junta de gobierno de la Autónoma.

El jueves y el viernes de la pasada semana, la escalada de las protestas -poco numerosas, pero hechas en nombre de la asamblea, que es tanto como decir el pueblo- impidió por dos veces, a base de gritos, insultos y coacciones físicas, la celebración de la junta permanente de Letras, se tradujo en un doble asalto con fuerza al decanato y se saldó con un guardia de seguridad en el hospital. Tales sucesos, envueltos en una agresividad y una tensión inauditas, tenían por escenario una universidad cuyos estatutos reconocen al estudiantado amplísima representación institucional y por enemigos a unos cargos académicos de inequívoca ejecutoria progresista.

Ciertamente, la profunda reforma universitaria en curso -el llamado proceso de Bolonia- tiene numerosos aspectos discutibles o problemáticos, y no somos pocos los docentes que vemos en ella una nueva rebaja de los contenidos de la enseñanza superior, la transformación de la Universidad en una especie de formación profesional con ínfulas, la muerte alevosa de la clase magistral a mayor gloria del autoaprendizaje, la metamorfosis del profesor -un transmisor de ideas, conocimientos y capacidades analíticas- en mero entrenador de habilidades tecnológicas, etcétera. Lo que resulta absurdo e irracional es la obsesión de los antisistema en que los planes boloñeses suponen poner la Universidad en manos de la empresa privada. ¡Pero, hombre, por Dios! Pero ¿qué empresa privada va a querer apoderarse de una facultad de filosofía y letras, de un departamento de historia o de filología? ¿Para hacer qué lucrativo negocio?

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De cualquier modo, la hipótesis de una confluencia entre el profesorado crítico con Bolonia por los motivos apuntados y los estudiantes hostiles a esa misma reforma resulta inimaginable cuando el vehículo de expresión de estos últimos es la amenaza y la agresión. Quiero creer que sin darse cuenta, quienes protagonizaron los hechos del 29 y el 30 de mayo, quienes impiden desde hace meses el funcionamiento de la junta de gobierno de la UAB, están haciéndole al proceso de Bolonia un regalo impagable, pues desacreditan y deslegitiman cualquier forma de oposición razonable y razonada al plan europeo.

Por otra parte, la autoridad democrática se tiene para ejercerla, y no es posible consentir por mucho tiempo la actuación impune de minorías que se manifiestan reventando puertas o boicoteando reuniones sin que la convivencia universitaria sufra un grave deterioro. La libertad de expresión y la de reunión que esos estudiantes invocan a cada momento tienen su límite en las libertades de los demás, y los actos presuntamente delictivos que puedan cometerse dentro del campus son igual de perseguibles que los cometidos en la calle. No estamos bajo ninguna dictadura, ni la Universidad es un enclave extraterritorial al margen de la ley. Sí, por supuesto, que para quienes conocimos el franquismo desde las aulas resulta incómodo pensar en estos términos. También a quien esto firma, por ejemplo, le hubiera resultado más cómodo no escribir este artículo que haberlo escrito.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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