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Columna
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Venir a menos

Con la ampliación de la zona verde barcelonesa, al menos en mi barrio -llamado ahora con el feo indicativo de zona 13, es decir, Sants- están desapareciendo los coches. ¿Exagero? Es cierto que hay menos coches aparcados y circulando. Todo un cambio: el espacio parece haber crecido, igual que el silencio; se diría que se respira mejor si no fuera porque se entrevé la montaña del Tibidabo cubierta de opaco smog. El pensamiento vuela hacia una Barcelona antigua en la que los niños jugaban en la calle: ¿será posible tal milagro? Ahí van chavales corriendo junto a un perro. Ahora un coche recuerda que acabamos la primera década del siglo XXI. O sea, que el pasado, aquí mismo, no pinta nada.

¿Tendrá la manoseada crisis su lado bueno? ¿Qué ha sido de tanto coche y del rebaño urbanita?

El caso es que el presente barcelonés está cambiando ante nuestros ojos. Los coches también se difuminan en lugares céntricos, el tráfico tantea, incrédulo, cierta fluidez (si no llueve o es primero de mes), los parkings no cuelgan el completo y las colas de taxis vacíos confirman un parón en el antiguo frenesí. Hasta el Tourist Bus parece más un decorado anómalo que un estorbo. ¿Demasiado optimismo? ¿Un problema de dioptrías?

No he encontrado datos sobre lo que los burócratas llaman disminución de la movilidad, pero nos cuentan, día tras día, la aparatosa caída de ventas de coches nuevos, aunque nuestros viejos cómplices de cuatro ruedas no desaparecen así como así: ¿dónde están? ¿Serán pura chatarra? Todo el mundo tendrá su propia experiencia sobre el fenómeno de la expansión del vacío en la ciudad. Un vacío paulatino, más periférico que central, más en la vida corriente que en el meollo de la cosa barcelonesa, donde el exorcismo contra el vacío parece ser el cartel de saldos y precios mínimos. Aun así, se diría que hay menos gente moviéndose por la ciudad, ¿dónde se habrán metido?

Plantearse estas cosas a partir de una actuación burocrática como la ampliación de la zona verde del barrio puede llevar a la conclusión -errónea- de que toda la ciudad es pacífica zona verde por decisión del alcalde. Lo cierto, que los munícipes canten misa, es que el vacío realmente existente -de coches y de ciudadanos- en el paisaje urbano se debe a que éste no es un invierno como otros. Han pasado cosas, la sensación de venir a menos se ha aliado al supuesto éxito de la zona verde, la lucha contra la contaminación y el espejismo de la ampliación del escaso espacio urbano. Que Barcelona parezca más grande es el paradójico efecto del venir a menos.

¿Tendrá la manoseada crisis su lado bueno? ¿Qué ha sido de tanto coche y del rebaño urbanita? Quienes recordamos la inquietante película La hora final (Stanley Kramer, 1959) nos estremecemos al imaginar a Gregory Peck y Ava Gardner ante el asfalto desértico. Todavía no es el caso: se sabe que la gente -¿lee más?- compra más libros y que los cines se llenan. Una nueva macrolibrería, llamada Bertrand, de genealogía portuguesa-alemana, recién inaugurada en plena Rambla de Catalunya, parece confirmar el rebrote. Efectivamente, libros y cine son aún el ocio más barato, por ejemplo las conferencias aquelarre como el ciclo organizado por Editorial Icaria sobre Alternativas ciudadanas a las crisis globales: una guía práctica para aprender a venir a menos con dignidad. ¡Adiós nuevos ricos! Llega con sigilo un estilo de vida distinto.

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La cultura es la marca blanca de la crisis. Acaso por razones de peso: para el 57,2% de los catalanes, según el último barómetro del Centro de Estudios de Opinión, el gran problema es el paro (y el 48% cree que ningún partido es capaz de dar respuesta a esa creciente realidad). Todo el mundo es testigo del mucho tiempo libre del que disponen los desempleados y los subempleados que nadie contabiliza. Eso podría explicar hasta el auge de Facebook, que ha pasado en un año en España de 25.000 a 300.000 usuarios. Que la gente tenga tiempo apuntala también la basura tecnológica: el negocio de la intimidad, como lo ha llamado Mark Zukerberg (24 años), el dueño de este portal valorado en 15.000 millones de dólares, una muestra de lo que ha dado de sí el mundo antes del cambio austero y realista que se vislumbra.

La crisis cambia costumbres: algunas empiezan a ser visibles. Llegarán otras cuando la gente se dé el lujo de reflexionar sobre "quién sabe hacer las cosas y cómo hacerlas". Así describe el sociólogo Richard Sennet a El artesano (Anagrama), su último y recomendable ensayo, en el que vuelve la vista a una pragmática realidad material, hecha con sentido y con el aprendizaje directo a través de las propias manos. Las manos como fuente de conocimiento: un saber antitecnológico redescubierto. Sennett pone epitafio a la soberbia fantasiosa de la virtualidad y avanza lo que hay que reaprender de inmediato. Venir a menos, sugiere, puede ser una oportunidad: menos es más. O Mejor con menos (Crítica), como dice el sociólogo barcelonés Joaquim Sempere, certero observador de las necesidades humanas reales.

m.riviere17@yahoo.es

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