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Columna
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Vic desde Davos

Lluís Bassets

La población mundial dejará de crecer dentro de 40 años, según Naciones Unidas. Pero en estas cuatro décadas todavía aumentará el 50% más, desde los 6.830 millones de seres humanos que habitamos ahora el planeta hasta 9.150 millones. No es novedad alguna este crecimiento desbocado de la humanidad: en realidad, se ha lentificado un poco, pues en los últimos 50 años hemos estado creciendo a un ritmo del 1,8% anual, mientras que ahora estamos creciendo al 1%.

Los expertos reunidos en Davos han sacado punta a la metáfora de la bomba demográfica, acuñada por Paul Ehrlich en 1968 (La explosión demográfica), esa idea de que el crecimiento de la población en el siglo XX iba a producir una catástrofe alimentaria mundial, hasta sustituirla por otra, la de una bomba de fragmentación (cluster bomb), que dispersa pedazos explosivos cada uno con capacidad para actuar letalmente por su cuenta. Esta nueva idea permite distinguir entre comportamientos totalmente distintos en los países occidentales (Europa, América del Norte y Japón), con una población declinante y envejecida, y los emergentes, donde la población seguirá creciendo, con el matiz de que serán los más frágiles y pobres los que experimentarán los incrementos más espectaculares. Lo que llamamos Occidente representaba una quinta parte de la humanidad en 1800, en 2000 ya era el 17% y en 2050 será sólo el 12%. Lo mismo sucederá con el peso occidental en la riqueza mundial y las clases medias, concentradas hasta hace muy poco en las ciudades europeas y ahora engullidas por las clases medias globales, que habitan las nuevas grandes megalópolis y tienen una incidencia determinante en el consumo mundial. La vieja Europa necesitará 70 millones de trabajadores de aquí a 2050, a riesgo de poner en peligro el modelo entero de sociedad, su nivel de vida y su Estado de bienestar.

Los problemas migratorios reflejan un mundo desgobernado, donde las decisiones que deben tomar los Estados escapan a sus capacidades

Al contrario de lo que difunde la demagogia populista, lo único que puede dar un impulso de competitividad y de innovación en las cansadas sociedades europeas es la aportación y el mestizaje con que contribuyen los jóvenes de origen familiar alógeno. Ahí no caben buenismos ni malismos: nada va a frenar las migraciones desde el campo a la ciudad y desde los países más pobres a los más ricos. A lo máximo que se puede pretender es organizar y gobernar este plebiscito mundial en el que los más necesitados votan con los pies y con las pateras si hace falta.

Davos significa el sueño, mantenido durante años, de una globalización gobernada, es decir, un mundo conducido por alguien. Hasta 2008 era bien claro a quién se atribuía la tarea de conductor, desde el crecimiento económico hasta la organización de las relaciones internacionales. La presidencia de Bush y la crisis financiera indicaron un nuevo camino, todavía indefinido en la anterior reunión de 2009, debido a la llegada todavía reciente de Obama a la Casa Blanca. Ahora ya está todo claro: han llegado los emergentes, China, India y Brasil, por este orden, pisando fuerte y con exigencias en todos los terrenos; el G-20 se ha ocupado de evitar la gran recesión que habría ocasionado el colapso de la circulación fiduciaria mundial; pero todavía no existen los resortes eficaces para gobernar el mundo en cuestiones tan acuciantes como la población, el cambio climático, la pobreza o la proliferación nuclear.

Vic desde Davos no son las lecciones sobre la demografía mundial que imparten los expertos: nadie desde la cercanía suele atender los consejos cuando debe resolver los problemas cotidianos que plantea un cambio demográfico masivo en casa. Lo ocurrido en Vic, como en Torrejón, es un reflejo de este mundo desgobernado, en el que los Estados son todavía los únicos sujetos de derecho que pueden decidir, pero las decisiones que deben tomar escapan a sus capacidades y exigen la concertación y la gobernanza primero europea y luego incluso mundial. No es España la que se deshilacha; es Europa la que no es capaz de gobernarse y el mundo global e interdependiente el que no tiene instrumentos, al menos todavía, para organizar su gobierno. Ni en políticas migratorias, ni prácticamente en nada.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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