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Columna
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Villanueva o la madurez de la vanguardia

Hace un par de semanas traíamos a estas páginas algunas noticias sobre la acumulación de manifestaciones arquitectónicas en Barcelona, una acumulación que ahora seguimos constatando, aunque no siempre corresponda a modelos aleccionadores. Por ejemplo, la exposición del arquitecto japonés Toyo Ito en la Casa Asia que coincide con la inauguración de una fachada en el paseo de Gràcia, frente a la Pedrera, cuya filigrana barroca -gaudiniana la llaman los desaprensivos- demuestra hasta qué punto la arbitrariedad ornamental epidérmica se ha convertido en una marca del lujo y de la moda, con una falsa artisticidad en los estertores mercantiles del neocapitalismo global. Es una mala noticia para nuestra cultura urbana, y un aviso sobre la deriva hacia los gustos vulgares y publicitarios de esa arquitectura que pretende ser representativa.

La filigrana barroca de la fachada de Toyo Ito en el paseo de Gràcia es una mala noticia para nuestra cultura urbana

En compensación, para contrarrestar esos dislates, tenemos otra exhibición que proclama la calidad de la arquitectura basada en la honesta continuidad de la gran revolución ética y metodológica del Movimiento Moderno desarrollado durante el siglo XX, antes de la actual explosión de lo arbitrario: la exposición Carlos Raúl Villanueva y la Ciudad Universitaria de Caracas, en el local del FAD, una demostración de los valores permanentes y todavía actualizables de la madurez de la vanguardia.

La Ciudad Universitaria de Caracas (1943-1970) es una clarificación de los logros de la vanguardia, en la fase que siguió a las polémicas fundacionales cuando las proclamas de los maestros -sobre todo, en este caso, las más directamente lecorbusianas- habían sedimentado ya programas y métodos más realistas. La obra de Villanueva pertenece a una segunda generación de racionalistas que presentó diversas variantes, desde la pretendida refundación postracionalista europea, atraída por lo orgánico y el regionalismo, hasta la eclosión de una nueva cultura latinoamericana que ha marcado un largo panorama de realizaciones propias y a menudo genuinas. Tres arquitectos presidieron esa eclosión: Oscar Niemeyer con su compacto grupo brasileño, el venezolano Villanueva y el catalán exiliado Josep L. Sert con una profusión de intervenciones urbanísticas en diversos países de la América del Sur. Desde una posición más heterodoxa, quizá habría que añadir al mexicano Luis Barragán. Y, en etapas sucesivas, la acumulación de arquitectos muy válidos, no solo en Brasil, Venezuela y México, sino en Colombia, Argentina, Chile, etcétera. Los diversos iniciadores, nacidos todos ellos en la primera década del siglo XX, marcaron el peso de una generación coincidente, en edad y criterios, con la de artistas plásticos tan potentes como Calder, Leger, Miró, nacidos en la última década del XIX.

La primera característica común a esa generación de arquitectos con obras latinoamericanas es la plena aceptación -segura y entusiasta, beligerante- de los principios del Movimiento Moderno, sobre todo los canalizados a través de Le Corbusier, con todas sus posibilidades de adaptación y transformación. Los estilemas procedentes de los climas de Centroeuropa se modificaron ante la inclemencia casi tropical: de la ventana horizontal a la celosía y los brise-soleils. La rigidez geométrica de la composición y la construcción aceptaron incorporar el trazado de curvas, la espacialidad compleja, la adaptación geográfica. La afirmación internacionalista y el rechazo de lo histórico y tradicional se superó con una nueva vocación regionalista, seguramente el trazo más común a todas las tendencias postracionalistas americanas y europeas.

Otro campo de coincidencias era lo que los maestros habían llamado "integración de las artes", una operación no reducida simplemente al valor artístico de la pieza arquitectónica, sino apoyada en la participación estratégica y proyectada de los artistas visuales de la vanguardia internacional. La Ciudad Universitaria de Caracas es, seguramente, el ejemplo más radical de esa teoría de participación que culmina en la maravillosa Aula Magna, cuyo espacio y cuya forma -según las tipologías estrictas de la función- se diluyen con las "nubes acústicas" flotantes de Calder y se difuminan hacia la "plaza cubierta" puntuada con esculturas y murales de Leger, Vasarely, Arp, Laurens, Pevsner, Lam, etcétera.

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Finalmente, hay que subrayar en esos arquitectos el convencimiento del valor social y cultural de la arquitectura, por encima incluso de los avatares políticos y revolucionarios. En general, mantuvieron su autonomía, incluso en términos políticos, a pesar del desbarajuste continuo y permanente. En la Ciudad Universitaria de Caracas, Villanueva tuvo que aguantar más de 10 cambios de presidente del país, con las correspondientes revoluciones y algaradas, y la gran obra fue marchando bajo la batuta -y los sacrificios- del arquitecto, sorteando las dificultades, convencido de la prioridad cultural y social de la obra, reclamando su autonomía.

Esperemos que esta exposición del FAD, además de ser el reconocimiento de uno de los arquitectos americanos más significativos del siglo XX, abra una definitiva discusión sobre la peligrosa deriva de la arquitectura monumental más reciente. Porque los valores esenciales de Villanueva y su obra parece que hayan desaparecido del panorama actual: pérdida de los principios morales y metodológicos del Movimiento Moderno, sumisión política y comercial, exabruptos formales publicitarios, falta de confianza en el valor autónomo de las propuestas arquitectónicas, internacionalismo conformista adaptado a una serialización insustancial. Pero para ello habrá que luchar contra los aparatos mediáticos que día a día bombardean a favor de los grafismos decorativos como la nueva fachada japonesa en el paseo de Gràcia, situada descaradamente frente a la Pedrera.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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