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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vizinczey

Iba a cenar con Stephen Vizinczey, llevaba mi viejo y querido ejemplar de Verdad y mentiras en la literatura y no dejé que pasaran las primeras copas para pedirle que me lo firmara. Se alegró de ver el libro y estampó rápidamente su letra grande y calurosa. Cuando le pregunté si continuaba escribiendo críticas y que, si lo hacía, por qué no había publicado ningún otro recuento, se me quedó mirando en silencio, largamente, como sin saber qué hacer, hasta que, arrancándome el libro de las manos, empezó a pasar páginas y llegó a la 175. Hummm... Allí estaba la crítica titulada Anatomía de la basura seria o La bahía de cochinos del establishment literario americano. La recordaba. Más que una crítica, uno de esos extraordinarios reportajes culturales de Vizinczey donde los libros son sucesos, generalmente con sus asesinos y sus víctimas. El libro era Las confesiones de Nat Turner, de William Styron, un premio Pulitzer de 1968. Destacaba en él la presencia, en dos páginas consecutivas, de ocho versiones de la palabra misterio. "Incluyendo", escribía Vizinczey, "un misterio profundo, un gran misterio, un misterio tranquilo y perdurable, y algo misterioso, inefable y sin nombre". Allí estaba también la frase final, un hermoso puente entre la ética y el conocimiento: "Cuanto más nos mentimos a nosotros mismos, tanto más creemos en los misterios".

Stephen Vizinczey sólo esperaba sentarse a la mesa y ponerse a narrar el primer trozo de su vida que se le desprendiera

El texto ocupaba 16 páginas y Vizinczey lo hojeó nerviosamente. Buscaba algo más concreto, eso parecía. Hasta que dio con ello. Eran los comentarios que los grandes medios habían dedicado al libro de Styron. Fajas. Todas muy elogiosas. De la New York Review, de Newsweek, de The Wall Street Journal. El crítico se burlaba de ellas, porque la novela de Styron le había parecido infame. Cerrando el libro con un cierto aire teatral me preguntó, más teatral aún, si sabía cuántos miles de dólares le habían costado esas burlonas reproducciones del pensamiento del establishment. Yo qué sé de miles y mucho menos de dólares, le dije. Repitió, entonces, miles y miles, y se frenó sólo cuando inquirió si sabía el porqué. No. Respondió que, a partir de aquello, ninguno de los grandes medios se había dignado ocuparse de sus libros, bebió un único sorbo de un cava sorprendente titulado Casanovas y juró tres veces que la crítica es un negocio del diablo y que maldita la hora en que se le ocurrió aquella burla, la bahía y sus cochinos.

Camino del comedor, uno de los invitados, sabiendo poco de su vida, le preguntó si iba a escribir sus memorias. Vizinczey fingió distracción, como se supo luego. Porque sólo esperaba sentarse a la mesa, desentenderse del vino y de la comida ("no beberás ni fumarás ni te drogarás: Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes", dice al inicio de sus 10 mandamientos) y ponerse a narrar el primer trozo de su vida que se le desprendiera. Eran sus 14 años, en el Budapest comunista, y la organización de una huelga escolar. Aseguraba que él siempre había sido un gran organizador. Y que esta primera vez no falló. Transigía con el ajoblanco, pero lo cierto es que ya estaba en su casa, al día siguiente de la huelga victoriosa, y alguien llamaba a la puerta. Explicó que se lo llevaron en un coche muy grande y severo, que su madre lloraba y que él temía no volver a verla. El coche se había parado en la sede del Comité Central y lo subieron, lo dejaron un momento en la antesala, puramente aplastado por el silencio, los techos altísimos, los mármoles imponentes y el frío nervioso, hasta que lo llevaron a presencia del camarada jefe. Era la anunciación de la mazmorra y luego la muerte lenta, eso estaba diciendo 60 años después. Sin embargo, el camarada lo felicitó efusivamente por aquella capacidad de organización, dijo que el partido necesitaba hombres como él y que en los próximos 15 días participaría en un seminario de formación en las montañas. La instrucción principal correría a cargo de la rotunda camarada X, que le fue presentada en aquel mismo momento. Y así fue. Regresó a Budapest convertido en un perfecto marxista, después de haber pasado 15 días y 15 noches haciendo el amor con su instructora.

De vuelta al salón, los invitados se ovillan en torno al maestro, que sigue con su vida. Hay una serie de instantes memorables cuando era el más precoz dramaturgo del partido, fracción osada; pruebas de la magnífica y transversal disipación de las élites; nuevos estallidos de la felicidad testosterona. Pero todo se acaba una tarde en la universidad: el joven Vizinczey escucha displicente el relato del profesor, porque el joven es un pedazo de chulo culto y el pobre profesor nada tiene que enseñarle, y al acabar la clase el profesor, que sabe quién es su joven alumno y cómo y cuánto manda, le pide que aguarde a que los otros se marchen y una vez solos se humilla, le mira, le habla, le pide, le suplica si es que ha dicho algo inconveniente en la clase que haya motivado su desprecio. Aquí se acabó, frente a esos ojos borrachos de terror se acabó el joven de éxito, y luego vino la historia con sus tanques, 1956, la huida, la frontera, los fogonazos de los reflectores, el mar descubierto en Rávena y el principio del exilio en Canadá, parco propietario de unas 50 palabras mal contadas en inglés.

Aprovechando un remanso se le repite a Vizinczey la pregunta sobre sus memorias. Él hace un gesto de escepticismo, un ¡bah!, una vuelta al dinero, que quién va comprar su vida en un mundo hecho de novelas. Pero la pregunta de por qué un hombre que ha hecho de la verdad su estética no escribe ese libro se responde con algo distinto al dinero, el cansancio o el miedo. Sucede simplemente lo de su noveno mandamiento, que dice: "Escribirás para ti mismo". Y oyéndole relatar su vida, con tanta precisión y tanta belleza, con una pasión tan envolvente, cualquiera comprende que ese libro ya lo tiene sabido, escrito y declinado, y que a qué.

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