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Xavier Nogués

El año pasado Quaderns Crema publicó el Álbum Manolo Hugué, en el que Artur Ramon y Jaume Vallcorba se proponían abrir a la polémica crítica un personaje y una obra muy significativos en la cultura catalana moderna que no han acabado de encontrar un sitial reconocible en la historia ni en los museos internacionales. A menudo tenemos que preguntarnos sobre la ausencia de pintores y escultores modernistas y novecentistas en el ámbito internacional, y responder aludiendo a la falta de un apoyo institucional, a un desconocimiento de la cultura catalana, a una falta de críticos e historiadores e incluso -y sin ambages- a la escasa calidad de nuestros artistas en comparación con los del París contemporáneo o los de una Europa central que cerraba el fin de siglo e iniciaba las vanguardias. Pero no acepto esta última explicación cuando hay que clasificar a personajes como Manolo Hugué, que asumió y superpuso las anécdotas y las categorías del modernismo y del novecentismo, alambicadas en un internacionalismo socarrón. Josep Pla describió al personaje en su magnífica biografía y explicó cómo él mismo se esforzó contra el éxito y el reconocimiento convencional con la desfachatez de una autoestima disimulada elegantemente en la ironía.

Esta esforzada modestia -autodescualificadora, crítica, en el fondo cuajada de sanos prejuicios antimonumentales, confiada en el esplendor irónico de la pobreza y de lo popular- aparece también en muchos artistas catalanes del Novecientos, más que en los estrictamente modernistas, cuyo localismo les envalentonaba aunque fuese en términos ingenuamente patrióticos. Y ahora, cuando el juicio crítico podía independizarse de los gestos personales, hemos seguido las mismas cadencias pesimistas y reduccionistas. Por ejemplo, ahí está el caso de Xavier Nogués, el artista novecentista más sutil, escondido en la interpretación trágica de la caricatura y en el valor social de lo decorativo, pero con un pudoroso ímpetu revolucionario, a menudo olvidado en las escasas operaciones críticas a las que se le somete.

En el magnífico ensayo de la década de 1920 -encargado por Lluís Plandiura, pero interrumpido e inacabado- Cincuenta años de pintura catalana, publicado en 2002 también por Quaderns Crema, Eugeni d'Ors situaba en la cumbre del novecentismo nombres evidentes como los de Torres-García, Joaquim Sunyer, Xavier Nogués, José de Togores, etcétera. Pero precisaba: "En Sunyer y en Nogués ven unánimemente los novecentistas guía y ejemplaridad, como un momento antes lo habrían visto en Novell y en Pidelaserra, culminadores del periodo anterior, iniciadores de éste". Y añadía: "Debe hacerse un lugar especial para la figura de Xavier Nogués, otro caso eminente, también hijo del periodo anterior, también con una prehistoria, también con una tardía conciencia de sí mismo, pero ésta llega hoy a tal seguridad, que realiza el milagro de convertir a las formas del arte nuevo materiales que, anecdóticamente, parecían pertenecer a lo más bajo y vulgar del repertorio estético de otros tiempos; a aquellas mismas barretinas, y a aquellos mismos porrones de etnografismo pintoresco que el nuevo artista sabe sublimar por obra de la sublimación en caricatura, otras veces por la más difícil todavía superación en el ritmo".

En efecto, la modesta manufactura y el oficio sofisticado de Nogués es el testimonio de los arraigos populares del Novecentismo catalán a partir del universalismo de la ironía, a diferencia, por ejemplo, del Novecento italiano o de los clasicismos reaccionarios que siguieron, sobre todo en la propia Cataluña conservadora. Hay una unidad de acción y pensamiento en obras tan dispersas como la extraordinaria colección de grabados de La Cataluña pintoresca, los insólitos murales de la bodega de las Galeries Laietanes, la serie de decoraciones sobre objetos de cristal y de cerámica, y las ilustraciones de los textos de Pere Quart, Josep Carner, Carles Riba, Guerau de Liost, etcétera. Pero también las pinturas murales más adecuadas a los ámbitos oficiales y representativos, como el salón Plandiura, el famoso plafón de La Peña del Colón destruido bárbaramente en 1936 y el despacho de la alcaldía de Barcelona, que marcan un cambio en la manera de afrontar la pintura mural. En el mismo Ayuntamiento de Barcelona podemos comparar la obra de Nogués con la de otros muralistas que le fueron contemporáneos o posteriores: Sert, por ejemplo, o incluso Obiols, uno fuera de la cultura del novecentismo y el otro en la delicuescencia decorativa del posnovecentismo. Quizá lo único que mantiene una parecida tensión cultural sean los murales de Gali, también sometidos, tardíamente, a la eficacia de la ironía y el sarcasmo.

En 1967 se celebró en el Palau de la Virreina una exposición antológica de Nogués y en 1972 se mostró el importante legado de Isabel Escalada, viuda de Nogués. Antes (1949) Rafael Benet había publicado una monografía (Ediciones Omega) que sigue siendo la referencia más solvente y la rememoración de ese protagonista de una época germinal de Barcelona. Hace pocos años, la Fundación X. Nogués republicó la serie de La Cataluña pintoresca. Que yo sepa, desde la muerte del artista no ha habido otras muestras de consideración, aparte de pequeñas exposiciones fragmentarias. ¿No habría que llamar la atención de los críticos, los coleccionistas, los cronistas culturales, sobre el arte insólito, culto, autocrítico, insatisfecho y genial de Xavier Nogués? Toda su obra -la que ha resistido la destrucción y el abandono- está en el MNAC o en colecciones catalanas. La falta de difusión y consideración internacional tiene esta ventaja: es más fácil organizar una exposición completísima y hacer un catálogo definitivo porque los materiales son hoy muy accesibles.

Oriol Bohigas es arquitecto

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