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LA CRÓNICA
Columna
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El otro Zeleste

El chico que aparece en la fotografia que ilustra esta crónica se llama Jordi Farràs y esta ciudad le conoció con el nombre artístico de La Voss del Trópico. El lunes pasado se cumplieron dos años de su muerte. Yo le traté poco, pero me rasqué el bolsillo para comprar sus discos y le vi actuar en alguna ocasión, rodeado de buen humor, menos público del que habría sido deseable y la ilusión del eterno debutante, moviendo el humo con las aspas de un vozarrón ideal para cantar a partir de las tantas, a ser posible junto a su pianista de cabecera, el maestro Francesc Burrull. Durante el funeral celebrado en el tanatorio de Les Corts, su amigo Carles Flavià le recordó con unas palabras cargadas de esa irrespetuosa melancolía de tipo duro que no está dispuesto a dejarse amedrentar por la muerte y sus vulgares argumentos cardiovasculares.

Jordi Farràs, 'La Voss del Trópico', murió hace dos años. Amigo de sus amigos, fue una de las almas del viejo Zeleste, una Barcelona que se va

La fotografía me llegó en un sobre sin remitente, sólo con la instantánea de otros tiempos en la que, por la puerta de la persiana metálica, asoma el carácter de uno de esos barrios en los que siempre vale la pena sonreír. De su voz, los expertos dicen que era personal, aunque me temo que eso no significa gran cosa. Cuando falleció, sus amigos y familiares estaban hechos polvo, pero el 18 de marzo de 2000 le organizaron un homenaje en la sala Luz de Gas al que asistieron los sospechosos más habituales de su entorno. Tenía 54 años, aunque el asfalto de su voz aparentaba algunos más. Con la fotografía a cuestas, me fui a dar una vuelta por la ciudad, y el subconsciente me llevó hasta la puerta del antiguo Zeleste, en la calle de la Argenteria. El viejo local, cuna de la música laietana y de otros inventos casi tan olvidados como aquél, no presenta ningún rastro del paso de La Voss ni de cuando cantaba saltándose los estrictos parámetros de la afinación, pero derrochando el dramatismo que requería un repertorio que nunca llegó en el momento adecuado. La Voss cantaba a Bola de Nieve antes que los cubanos se pusieran de moda y se avanzó a su tiempo rescatando el Come prima o el Que reste-t'il de nos amours?, que llegarán, ya lo verán, envasados al vacío.

¿Se puede echar de menos a alguien que casi no se ha conocido?, me pregunto mientras vuelvo a escuchar su versión de Aquellas pequeñas cosas, recogida en el disco No son... boleros, que contiene una inscripción que dice mucho sobre él: 'Grabado en directo durante la primavera del 95, en los Estudios KS de Barcelona bajo los efectos del agua mineral sin gas'. Hay un piano, tocado por Burrull, y la emoción empapa cada matiz de una voz ideal para hacer radio noctámbula o para recitar esos poemas de Salvat-Papasseit que tanto le gustaban, con chimeneas, chicas guapas subiéndose a tranvías y gaviotas idénticas a las que dieron título a su disco Les gavines de La Farga. Era químico de profesión, pero no le hacía ascos a la física y ponía a prueba toda clase de levantamiento de vidrio y lanzamiento de ironía junto a sus inseparables amigos Josa, Horta, Sisa, Flavià, Llimós y Serrat. Farràs no está más a su lado, pero mirando al chaval de la fotografía uno intuye el valor de la amistad, la intensidad de las relaciones y el carácter excesivo de un sentimental preparado para todos los terrenos menos para el de la decepción, y amante de la risa (su risa debería conservarse en el Museo de Historia de Cataluña y sonar cada cuarto de hora para que nadie caiga en la tentación de tomarse la vida demasiado en serio) y de los juegos de palabras (su primer disco se tituló La Voss por la gracia de dios y podría haber organizado una gira llamada Tal Farràs, tal trobaràs).

No me da la gana que éste sea un artículo baboso y carroñero, pero no voy a negarles que cuando pasé frente al inexistente Zeleste caí en la tentación de imaginarme que, en otro lugar, sigue existiendo un local parecido a aquél, especializado en juntar a solitarios llegados de los puntos más extravagantes del planeta y creando un microclima en el que incluso un tipo tan mediterráneo como Farràs podía creerse el rey de una desmadrada isla tropical, con una camisa como las que lleva Ben Gazzara en la película Saint Jack. En la entrada de este otro Zeleste hay un portero que te comenta el último resultado del Barça y que, a veces, cuando no tiene nada mejor que hacer, no te deja entrar. Entonces hay que discutir un poco, sin llegar a las manos, y, cómo le vi hacer una vez al gran Toni C. de Sant Andreu, decirle: '¿Cuánto cuestan los tíquets? Te los compro todos'. Más allá de la puerta, una vez resueltos los problemas de derecho de admisión, hay una brigada de pintores de brocha gorda gamberros, creativos y vitales, capitaneados por Jaume S., el pelirrojo más guapo de Sarrià, que pintó sus paredes y columnas. En el interior, un cuarteto musical de lujo: Gato Pérez, Josep Maria Bardagí, La Voss del Trópico y Marc Grau. En la barra, comentando las perversiones privadas de algún político democristiano, Jordi Vendrell y Ramon Barnils. Es un holograma de local y puede que algún día el progreso pueda recuperarlo y podamos visitarlo como si fuera un espejismo tecnológico comercializado por los japoneses. Mientras tanto, nos queda esta fotografía que ha llegado hasta mí para compartirla con ustedes. Supongo.

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