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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El África de Miquel Barceló

Cuando el pasado año Miquel Barceló publicó Cuadernos de África, quedó claro que al pintor mallorquín le fascina el continente africano de un modo muy especial. En aquel libro, que recoge notas tomadas entre los años 1988 y 2000, explica Barceló que si bien las condiciones objetivas apuntan que Malí es un lugar poco apropiado para pintar (el calor es asfixiante, la pintura se seca en el breve camino a la tela, la cerveza es caliente y abundan los mosquitos que transmiten la malaria), a menudo se siente impulsado a viajar hasta allí para encontrarse a sí mismo, para dar con la inspiración lejos de la cómoda Europa y para relativizar los incontables elogios que recibe.

Hace tan sólo unos días vi a Barceló por televisión. Presentaba un libro sobre su obra en la catedral de Palma de Mallorca y se le veía asediado por una nube de periodistas y admiradores. Quizá me equivoque, pero me pareció advertir en su mirada un tanto perdida una cierta nostalgia del país dogón, ese lugar mágico de Malí en el que se pierde de vez en cuando. Yo también tuve la suerte de viajar hasta allí hace tan sólo unos meses y, aunque no tuve la fortuna de encontrarme con el pintor, sí pude ver la casa donde vivía, conocer a algunos de sus amigos africanos y admirar un paisaje lleno de esos ocres que aparecen en su obra.

El país dogón es una maravilla que se revela a los ojos del viajero como un mundo perdido, como un lugar aparte

El país dogón es una maravilla que desde el primer momento se revela a los ojos del viajero como un mundo perdido, como un lugar aparte. Contribuye a esta sensación el hecho de que un gran acantilado (en algunos puntos de más de 300 metros de altura) delimita claramente el territorio. Gracias a esta barrera natural, el país dogón vivió durante mucho tiempo al margen de todo, con su religión animista, sus extraños ritos y su original cosmología. Fue el antropólogo francés Marcel Griaule quien, en 1946, pudo acceder al saber dogón gracias a las conversaciones que mantuvo con un viejo cazador ciego llamado Ogotemmêli. Éste le explicó las claves para comprender el mundo espiritual de los dogones, que Griaule vertió en el libro Dios de agua, un clásico de la etnología. Entre otras curiosidades, señalan los mitos dogones que los humanos de esta parte de África eran en el pasado mitad hombres y mitad peces y que llegaron a la Tierra en una nave procedente de Sirio. Estos datos serían tan sólo una curiosidad si no fuera porque los dogones aseguran, desde tiempo inmemorial, que Sirio es una estrella triple, hecho que los astrónomos occidentales no pudieron certificar hasta 1972.

Flota permanentemente sobre el país dogón un velo de misterio, pero volvamos al pintor Barceló. En sus Cuadernos de África escribe: "El país dogón es como un gigantesco jardín budista donde todo tiene sentido, aunque diferentes sentidos a la vez. Una geología excepcional con intervenciones mínimas y justas. Combinación de accidentes y de intervenciones. Todos los caminos dogones son iniciáticos. Gente que camina". Fueron sin duda esos caminos iniciáticos los que me llevaron, sin pretenderlo, hacia Sangha, una fascinante población de casas de barro, baobabs enormes y callejuelas laberínticas, situada muy cerca de la gran falla, que parece escapada de Las mil y una noches. Desde allí, siguiendo un camino que lleva hacia el acantilado, llegué al poblado de Gogolí, donde sucedió lo inesperado: un hombre vestido con una túnica azul salió a mi encuentro y me preguntó con urgencia de dónde venía. Al responderle que de España, se llevó las manos a la cabeza. "¡Yo soy amigo de Miquel Barceló!", dijo con gran entusiasmo. "¡Soy Amasagou, su amigo!".

Lo repitió varias veces, a gritos y golpeándose el pecho, como si él mismo no acabara de creérselo. A continuación, me indicó que le siguiera al interior de una pequeña tienda en la que se amontonaban cientos de máscaras cubiertas de polvo. "Miquel ha pintado esta tienda en uno de sus cuadros", me explicó excitado. Y, de repente, como si se acordara de algo muy importante, me pidió que le siguiera hasta su casa, una sencilla construcción de barro, como todas las del pueblo. Una vez allí, sacó de un rincón una bolsa de deporte cerrada con un par de candados. Con dedos nerviosos, los abrió y sacó del interior dos catálogos ilustrados de Barceló. En la primera página había una dedicatoria, "À mon ami Amasagou", seguida de la firma de Barceló. Le felicité y le dije que Miquel es un pintor muy bueno. "Lo sé, lo sé", dijo riendo nerviosamente. "Viene a menudo y pinta mucho. Él es mi amigo".

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Fue Amasagou quien me indicó que la casa del pintor estaba muy cerca, al borde del acantilado y en el camino que lleva hacia el pueblo de Banani. Dado que ésta era la ruta que pensaba seguir, me acerqué hasta allí y comprobé que la casa está situada en un sitio verdaderamente espectacular, en un repecho junto al acantilado, junto a un enorme baobab y con unas vistas increíbles sobre el llano. Pintar allí debe de ser una maravilla. Detrás de la casa, un camino formado por escalones de piedra se abre paso entre las rocas; es uno de esos caminos iniciáticos a los que se refiere Barceló: abrupto, pegado al acantilado y con varias fuentes que subrayan lo privilegiado del lugar. A medio camino, una serie de tumbas indican su carácter sagrado y al fondo estalla el esplendor de los fértiles campos de cultivo del pueblo de Banani.

Hace unos días, cuando vi a Barceló atribulado en televisión, me acordé de Banani y comprendí por qué el pintor necesita de vez en cuando viajar a África. El contraste entre el trajín europeo y la paz del país dogón es enorme, sideral, sobre todo cuando al atardecer, desde el llano, se ve la casa de Barceló colgada sobre el abismo, como si se alimentara directamente de la energía de las estrellas y de la belleza de un paisaje desolado.

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