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Columna
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Con el alma danzando en la percha

Si tuviera que definir la tristeza... Difícil. Cuando una la padece en propia piel, es como una llama sin fuego, que abrasa el interior y a la vez lo seca, convirtiendo la figura poética de la melancolía, en una prosa del dolor. Dice Joan Margarit en su Casa de Misericòrdia -su último libro, su nueva maravilla- "sempre són falsos els finals dels contes, perquè no es suïcidin els infants". Y eso debe de ser la tristeza, el final real del cuento, sin niños que aplaudan por el amor de príncipes y princesas, sin nosotros como niños. Cuando la tristeza es propia, inunda el detalle hasta convertirse en el todo, y no hay mirada exterior. No hay ventanas. Pero cuando la tristeza es ajena, cuando envuelve el cuerpo de alguien querido, podemos observarla, a medio corazón roto, cercanos y a la vez tan lejanos, tanto, que perdemos el atributo del habla, y nos quedamos con nuestras palabras inútiles flotando en la lengua desconcertada. ¿Qué decirle a alguien querido, cuando está quebrado? Debe saber que ahí estamos, a su lado, intentado no parecer tan torpes, pero está tan alejado del momento y del lugar, que todo respira una atmósfera irreal, como de pesadilla. Y en la pesadilla, nuestros abrazos, nuestras palabras, nuestro cariño, están sin estar.

Hoy mi amiga está intensamente triste. Aguantó al pie del cañón hasta el último instante, hasta el último beso de buenos días, robándole tiempo al tiempo de la cruel enfermedad que, implacable, había dejado sin tiempo a su padre. Los padres son algo tan profundo, que su muerte es lo más parecido a la percepción de que existe el propio final, y la sensación de orfandad se vuelve demoledora. No conozco a nadie que, ante la muerte de sus padres, no se haya sentido derrotado, definitivamente solo a pesar de las muchas compañías. Miro a mi amiga, que intenta sobrellevar las horas extrañas del velatorio, con la gente rondando a su alrededor, robándole lágrimas agotadas, activa en su profundo cansancio, y siento por ella una ternura inmensa. Aún se pregunta si hizo todo lo posible, a pesar de haber hecho mucho más de lo pensable, y viéndola, su fragilidad es de una extrema dulzura. Los que la conocemos sabemos que amó intensamente a ese padre cuyo pálpito cejó la muerte, abruptamente, como siempre ceja la muerte. Y por eso su dolor arraiga en esa zona del alma, donde las emociones saben herir hasta quemar. Mujer intensa, pasional y a la vez delicada, emotiva más allá de su aparente frialdad, sé que hoy tiene el alma colgada de una percha, danzando sobre el cuerpo inerte de quien tanto amó. Y es un alma hecha migas.

Quisiera decirle a mi amiga que la vida, a pesar de todo, siempre triunfa. Que el dolor se aprende a escribir con una gramática más suave. Que los ausentes se convierten en recuerdos, y los recuerdos contienen lágrimas tiernas. Quisiera decirle que la quiero, como tantos que la queremos sin gritarlo demasiado, porque las palabras de amor avergüenzan. Quisiera decirle que ha sido la mejor de las hijas, y le ha dado a su padre el mejor de los tránsitos. Quisiera decirle que aquí estamos los que la queremos, como música distante que intenta apaciguar la herida, como lo que somos, amigos. Quisiera decirle que la amistad es eso, intentar entender su dolor, hacerlo propio. Incluso quisiera decirle que ahora se cuide, se mime y se deje mimar, que se ha quedado en los huesos, que tanto tiempo dándolo todo pasa factura, que después del dolor, necesita regalarse algo de calma. Quisiera decirle, aunque lo sabe, que recline su cabeza en el pecho acogedor del hombre que la acompaña en la vida, y que tanto la quiere. Quisiera decirle que las gramáticas no sirven, cuando las emociones exigen un lenguaje sin palabras, y por eso todo lo que digo es inútil.

Quisiera...

La muerte. Me dicen que no nos preparamos suficiente, que nuestra vida loca cabalga ciega sin pensar en el final, que somos una cultura engreída y altiva, sin dimensión trascendente. No sé. Yo no quiero prepararme para la muerte, no quiero pensar que esto se acaba, ni tengo ninguna intención de recordar que los míos, algún día, no estarán. La muerte es una negación, y negarla, a pesar de todo, es un acto de vida. Personalmente, que se vaya al carajo la educación para la muerte. Prepararme, ¿para qué? ¿Para inyectarme pequeñas dosis de dolor cotidiano, con la esperanza de que el día trágico sea menos insoportable?

También eso lo niego. Yo, como mi amiga, quiero sufrir todo lo sufrible cuando mi gente me deje. Quiero darme cuenta de las fibras interiores que se rompen, de las lágrimas que se secan, del vacío que crea la ausencia, del alma que se cuelga en la percha del dolor. Quiero dedicar el tiempo suspendido y quebrado que merece, quien me deja sin preguntarme, definitivamente. Quiero la herida sin morfina.

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Julia. Esta carta sólo es el relato de mi impotencia. Los ratitos que te he acompañado, los he vivido con una torpeza extrema, casi incómoda de estar contigo sin saber estar. Si no te escribo que te quiero, no sabré como decírtelo. Si no te escribo que lo siento, no sabré como expresarlo. Por eso estoy aquí, enhebrando la aguja de los sentimientos en el frío ordenador que me contempla, con la esperanza de conseguir que una palabra de consuelo te alcance. Joan Margarit se despide por mí: "ara que els dos sou morts, dintre de mi/ hi ha una escletxa de llum sota una porta,/ com si fóssiu a punt d'anar a dormir".

www.pilarrahola.com

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