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Los archivos del poder

Este agosto, la Fundación Francisco Franco ha cobrado nuevo protagonismo al serle concedida otra subvención oficial para digitalizar su legado. Los medios de comunicación han denunciado una vez más la ayuda estatal concedida a una entidad de existencia discutible por varias razones: custodia documentos oficiales que deberían ser de titularidad pública; su consulta es restringida; finalmente, no es aséptica en la evaluación de su legado. La ministra de Cultura afirma que la fundación no persigue fines políticos, "sino una interpretación de la historia". El matiz -según se mire- puede considerarse una sutileza vaticana o una pincelada de brocha gorda, pero lo problemático es que un ente privado custodie y regule caprichosamente el acceso a un legado que supuestamente debería ser de control público.

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Asimismo, varias obras recientes sobre el ex presidente de la Generalitat Josep Tarradellas plantean otro tema documental polémico: la controvertida titularidad privada de su archivo, que pertenece a la comunidad monástica de Poblet desde la muerte de su viuda, Antonia Macià, en 2001. Este fondo contiene abundantes documentos sobre la Generalitat republicana, la actuación de su presidente en el exilio y la Generalitat restablecida en 1977. Por otra parte, su inserción en la red de archivos de Cataluña y su consulta no parecen bien resueltos. El Directori dels arxius de Catalunya, de la Generalitat, de 1999 ubica el Archivo Tarradellas dentro de los archivos eclesiásticos, en un subapartado titulado otros, cuyo único fin es encuadrar administrativamente el fondo presidencial. El epígrafe horario es gráfico: "Cerrado hasta pasados 15 años de la muerte de la señora Antonia Macià, viuda de Tarradellas (excepcionalmente se podrán hacer consultas previa solicitud por escrito)". Parece ser que no siempre se permite su consulta: por ejemplo, Enrique Mompó (autor de una tesis doctoral sobre el Comité Central de Milicias Antifascistas leída en 1994) afirma que "resultaron infructuosas" sus gestiones para consultarlo.

Ambos archivos presidenciales remiten a una problemática compleja sobre su titularidad. ¿Hasta qué punto un estadista puede decidir el destino y la posesión de documentos oficiales generados en su acción de gobierno? El problema es amplio en la medida que fragmentos de otros archivos presidenciales (como los de Miguel Primo de Rivera o Luis Carrero Blanco) están en poder de sus familias.

Ante la solución que se presenta como panacea para consultar dichos fondos (pasar su titularidad privada a pública), la realidad muestra un escenario más complicado, como han descrito los archiveros Ramon Alberch y José M. Cruz. De este modo, en Estados Unidos, la decisión de crear un archivo presidencial data sólo del fin del mandato de Franklin D. Roosevelt, en 1945. Éste, contra la tradición imperante que permitía al presidente llevarse sus papeles públicos y privados, donó sus fondos a la nación y se creó la Roosevelt Library. La decisión tuvo continuidad y el resultado han sido las Presidential Librairies: archivos, museos y bibliotecas de sus distintos titulares. Pero incluso en este contexto Richard Nixon quiso convertir sus fondos en un depósito de titularidad privada y acceso controlado. La cuestión se resolvió con la Ley de Archivos Presidenciales (1978), que declaró propiedad de la nación los documentos de la presidencia. En cuanto a su consulta, ésta es posible con las pertinentes limitaciones tras cinco años de organización de los documentos. Asimismo, el acceso a estos archivos ofrece facilidades limitadas en países cercanos como Francia o Gran Bretaña. En el primero, al finalizar cada septenato, los documentos oficiales se envían a los Archivos Nacionales y son accesibles al público 60 años después.

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En el segundo, la Ley de Secretos Oficiales otorga una notable facilidad a la Administración para dificultar el acceso a la documentación.

Quien esto suscribe cree que, más que volver a los discursos demagógicos que imperan en torno a la existencia de archivos presidenciales privados (que sirven esencialmente como arma política), sería importante abrir un debate profundo sobre su titularidad y acceso en términos ambiciosos y proyectarlo hacia el pasado en la medida que fuese viable. ¿Debe reclamarse la propiedad pública de todos los archivos privados de presidentes y cargos oficiales destacados de cualquier época? Hablamos de legados documentales tanto del siglo XIX como del XX (sin ir más lejos, el archivo del fallecido Ramón Serrano Súñer es privado). Por otra parte, frente a quienes demandan legítima y justificadamente que estos archivos pasen a ser de titularidad pública, no está de más recordar que la falta de medios oficiales para catalogar, clasificar e inventariar hace que la búsqueda de otras opciones (una titularidad compartida o sólo privada) no sea tan cuestionable a priori.

Esta última apreciación la consideramos importante, en la medida que parece imperar socialmente un fetichismo documental que prima la posesión del documento más que su consulta. Lo decisivo -y esto no es un asunto menor- es poder acceder a los fondos con las menos cortapisas posibles. En última instancia, ¿de qué sirve que los archivos sean públicos si su acceso es extraordinariamente difícil?

Ahora bien, lo que es totalmente inadmisible aquí o en cualquier país es una situación que une la titularidad privada de este tipo de fondos con un acceso restringido a los mismos por razones arbitrarias. Ahí está el quid de la cuestión.

Xavier Casals Meseguer es historiador.

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