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Columna
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La 'ashura' catalana

Francesc Valls

La democracia y, definitivamente, la llegada de inmigrantes han tenido la virtud de traer a Cataluña aquello que tanto anhela todo buen liberal: el mercado y la competencia. Se acabó el monopolio religioso. El catolicismo ha cedido terreno a otras confesiones cristianas o no y, poco a poco, han asomado la cabeza los hijos de la libre concurrencia: el islam, el budismo, el judaísmo, sijs, bahai's... Como sucedió con las empresas eléctricas -que recibieron ayudas públicas para adentrarse en el proceloso mundo de la competencia-, también en el terreno religioso el poder ha querido emplear mecanismos correctivos para garantizar igualdad de trato a los ciudadanos que viven, trabajan y creen en sus dioses respectivos en Cataluña. Es paradójico que haya sido un tripartito de izquierdas el que se haya metido en equilibrios teológicos. La derecha está más acostumbrada a tratar con el más allá y, sobre todo, con sus representantes en la tierra. Y en el ámbito de la fe, los conservadores no parecen muy preocupados por si hay situaciones dominantes, de privilegio o de monopolio.

La ley de culto del tripartito ha querido acabar con la discriminación religiosa, pero la derecha ha impuesto sus tesis

Así que la izquierda, de buena fe, se ha metido en un terreno que ignora y en el que se muestra temerosa en exceso. Hace unos meses comenzó la tramitación parlamentaria de la ley de centros de culto, un proyecto con el que el tripartito trataba de poner coto a los abusos de que son objeto básicamente los musulmanes cuando pretenden abrir un oratorio.

Esos desmanes aparecen cada día en los diarios: nadie quiere los rezos de los otros al lado de casa. Y ahí los alcaldes no acostumbran a guiarse por sus colores políticos, sino por la presión de que son objeto por parte de sus conciudadanos y votantes. Hay honradas excepciones, como la del católico alcalde socialista de Lleida, que ha acabado ubicando un oratorio musulmán en el polígono industrial de El Segre, en las afueras de la ciudad. La Generalitat ha tenido que dar luz verde a la recalificación del terreno -lo hizo la pasada semana- para que la Paeria proceda, entre quejas de los empresarios, a descongelar el proyecto. Finalmente, un edificio de uso público se erigirá entre gasolineras, fábricas y vías de tren. Si Dios, decía santa Teresa, está entre los fogones, Alá parece condenado a vagar en la Cataluña del siglo XXI, en el mejor de los casos, entre naves industriales.

Al margen de intervenciones concretas por situaciones que claman al cielo, el tripartito ha querido que cada Dios, esté dónde esté, pueda tener un local para reunir a sus fieles. Por eso propuso en la ley de culto que los ayuntamientos hicieran reservas de suelo para equipamientos religiosos. No ha sido posible. Tanto el PP como CiU han logrado imponer sus puntos de vista al tripartito, apelando a la raíz católica de Cataluña. Los nacionalistas catalanes han llegado a apelar a la autonomía municipal -esa a la que tan poco apego demostraron durante sus 23 años de gobierno- para combatir la pretensión de la mayoría de izquierdas de unificar los criterios de los ayuntamientos en un proyecto de ley destinado a favorecer a los desfavorecidos. ¡No vamos a llenar el país de minaretes y almuecines! Parece que algunos comparten lo que el monje de Montserrat Hilari Raguer denomina críticamente añoranza de un Estado que favorecía a una Iglesia. A eso se le llamaba -se le llama- nacionalcatolicismo. En la ley, CiU quiere mención explícita a la confesión más asentada y privilegiada, ya que goza de una situación preferente gracias a los acuerdos preconstitucionales entre el Estado español y la Santa Sede. Al PP, además, le molesta la referencia a la laicidad -la única garantía de neutralidad religiosa- en el prólogo de la ley.

En fin, que la izquierda ha acabado comulgando con los postulados de la derecha catalana y de la jerarquía católica. Mientras, los musulmanes -pobres, claro, los ricos ya tienen sus mezquitas en la Costa del Sol- seguirán su particular vía crucis, arrastrarán su mortificación, su ashura, entre polígonos industriales, en el mejor de los casos. Y no vale el pretexto del fundamentalismo. Cierto es que el inmtegrismo, habita y se jalea en las prédicas de algunos oratorios, pero también lo es que en Cataluña hay colegios de esa confesión asentada y mayoritaria en que los niños (separados por cierto de las niñas, como en cualquier escuela coránica) siguen la senda de un fundador fallecido, acusado de pederastia. Pero ésas son subjetividades de la justicia humana.

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