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Columna
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Al borde del precipicio

Antón Costas

El deterioro de la economía española es tan brusco, rápido e intenso que tiene todos los números convertirse en la mayor recesión desde la posguerra, dejando empequeñecida a la que tuvo lugar en 1992-93.

Nunca fui muy piadoso con los que defendían la tesis del "aterrizaje suave" y por eso les hablé ya a finales del año pasado, en este misma página, de que veríamos "algo más que una suave desaceleración". Pero lo que estamos viendo va más allá de lo imaginado y tiene todas las trazas de una larga y dolorosa recesión, sin descartar la más temida depresión. No es tremendismo ni pesimismo exagerado.

Nuestra economía está al borde del precipicio. Y mi temor es que, por falta de liderazgo, el Gobierno acabe dándole el empujoncito que la lance al vacío. Pero antes de seguir con esta cuestión déjenme volver a lo que está ocurriendo con nuestra economía.

Ahora, como en 1993, volvemos a tener el mayor déficit exterior del mundo en términos relativos: más del 10% del PIB

Para tener un poco de perspectiva puede ser útil ver lo que ocurrió a inicios de los noventa. La economía española crecía a una tasa de alrededor del 4% y creaba mucho empleo bajo el impulso de una fuerte actividad inmobiliaria y de la entrada de capitales. Ese crecimiento tenía, sin embargo, su talón de Aquiles en el elevado déficit comercial -el segundo mayor del mundo en términos absolutos, después del de Estados Unidos, y el primero con relación al PIB-, que se financiaba endeudándose en el exterior.

Esa economía alegre y confiada se pegó un enorme batacazo a finales de 1992. Ese año se produjo una crisis monetaria y financiera , derivada de la quiebra del sistema monetario europeo. Y haciendo verdad aquello de que sólo se sabe quién se está bañando desnudo cuando baja la marea, surgieron fuertes especulaciones contra las monedas que, como la peseta, estaban sobrevaloradas y tenían un elevado déficit exterior.

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El resultado fue una fuerte recesión y un retroceso de los niveles de renta. Del 3,8% de crecimiento se pasó al 0,9 en 1992 y al -1% en 1993. Es decir, una caída de casi cinco puntos porcentuales del PIB en escasamente dos años, algo que nunca antes había ocurrido. La tasa de paro dio un brinco espectacular alcanzando el techo del 22,4%; la tasa de inflación, pese a la recesión, se estancó en el 4,6%, lejos de la media europea; el déficit público se disparó por encima del 6% del PIB, y la deuda pública superó por primera vez el techo del 60% del PIB.

Aquella recesión duró seis semestres si la medimos por el comportamiento del PIB, y un poco más del doble si nos fijamos en el desempleo. La medicina fueron cuatro devaluaciones sucesivas de la peseta, que consiguieron corregir la pérdida de competitividad; el estímulo del dinero barato, y una sorprendente moderación de los salarios, que crecieron por debajo de la inflación. Por eso en 1966, recién llegado al poder, José María Aznar pudo exclamar: "¡España va bien!".

Como contradiciendo el aforismo que dice que la historia nunca se repite de la misma forma, la economía española ha crecido también a lo largo de la última década con un patrón de conducta similar al que acabo de describir. El combustible fue también la actividad inmobiliaria y el endeudamiento exterior. Idéntico ha sido también el talón de Aquiles: volvemos a tener el mayor déficit exterior del mundo en términos relativos, aunque ahora de dimensiones descomunales: más del 10% del PIB.

¿Será esta recesión como la de 1992-93? ¿Es posible que el desempleo llegue a cotas de más de 20% como en los noventa? Sin ningún deseo de cargar las tintas, las cosas ahora podrían ser peores. Por tres razones. En primer lugar, porque la intensidad de una crisis económica es mayor: a) si coincide con una crisis financiera, b) aún mayor si además existe una crisis bancaria, y c) si la economía tiene mecanismos de mercado. Y ahora tenemos todo eso. Una tormenta económica perfecta.

En segundo lugar, porque, a diferencia de 1993, no podemos usar la devaluación de la peseta para corregir rápidamente la competitividad perdida y retornar a la expansión. En tercer lugar, porque ahora tampoco está en nuestra mano el usar la política de bajos tipos de interés para estimular el consumo y la inversión, al margen de que, como señalé en mi último artículo, ahora no se puede confiar en la política de dinero barato para salir de esta recesión. Y por último, porque los ajustes en la economía española acostumbran a hacerse a través de la eficiencia en costes, especialmente los laborales.

Y entonces, ¿qué nos queda? ¿Es posible confiar en que todo el ajuste y la recuperación de la competitividad de nuestras empresas recaiga en el nivel de empleo? Al margen de que sería injusto y políticamente imposible, sería una mala medicina económica: deprimiría aún más las rentas de los hogares y la confianza de los consumidores, y agravaría la recesión, con riesgo de provocar una depresión, es decir, entrar en una larga y dolorosa anorexia económica.

¿Es posible una medicina diferente? La hay. Consiste en fuertes ajustes salariales, pero no a través del desempleo, sino a través de acuerdos nacionales entre Gobierno, empresarios y sindicatos; acuerdos acompañados de una política fiscal activa y de una política empresarial basada en la mejora de la calidad y la innovación de producto, y no sólo en la eficiencia en costes laborales.

Pero es una medicina que no se puede imponer al paciente. Requiere liderazgo político, empresarial y social. Es amarga y difícil, pero no imposible. Ya lo hicimos a finales de los años setenta, en lo que se llamó Acuerdos de La Moncloa. Ahora quizá la recesión sea peor, pero no tenemos una crisis industrial como la de aquella época. Si fuimos capaces antes, ¿por qué no vamos a serlo ahora? Sólo se necesita que el Gobierno abandone la complacencia y corrija el desconcierto en el que se encuentra. Si no, el precipicio.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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