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Columna
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De la brecha digital a la brecha social

Antón Costas

Leo que Renfe subirá este año los precios del servicio de transporte ferroviario interurbano en un 4%. La noticia me llama la atención no por la cuantía del incremento, similar en realidad al del resto de servicios, sino por otro motivo.

Según dice la referencia periodística, ese incremento responde a dos motivos. Un 0,5%, al aumento experimentado por el coste del servicio ferroviario en sentido estricto, es decir, el aumento de los costes en que incurre la compañía por llevarnos de un lugar a otro. El 3,5% restante, al incremento del coste del proceso que para la empresa significa emitir el billete. Ahora bien, si en vez de ir a la ventanilla de la estación a pedirle al empleado que le emita el billete, como tradicionalmente hemos hecho, lo sacamos nosotros mismos a través de Internet, entonces el aumento no es del 3,5% sino tan sólo del 2,75%. Por lo tanto, el precio del mismo servicio -viajar en un mismo tren, a la misma hora, para ir de un lugar a otro- es diferente para dos personas que hayan utilizado diferentes canales para adquirir el billete. Más adelante me referiré a si se puede cobrar simplemente por emitir el billete, cuestión sobre la que las autoridades judiciales y de defensa de la competencia no se ponen de acuerdo. Aquí me interesa llamar la atención sobre las consecuencias sociales que puede llegar a tener la extensión del uso comercial de Internet -y, en un sentido más amplio, el uso de las nuevas tecnologías de las comunicaciones- por parte de las empresas a la hora de relacionarse con sus clientes.

"Los grupos más débiles de la sociedad pagarán más caro por el mismo servicio por no saber utilizar o tener acceso a Internet. También se quedarán sin voz para plantear sus reclamaciones"
"Las empresas españolas tienen que aprender de sus homólogas del Reino Unido, que por su responsabilidad social corporativa desarrollan iniciativas específicas para sus clientes más frágiles"

Son ya muchas las compañías -de transporte aéreo, banca o cadenas de supermercados- que están diferenciando precios en función de los canales de compra que utilizan los clientes. Y son muchas también las empresas que a la hora de atender reclamaciones están sustituyendo los servicios de atención directa en sus oficinas comerciales por la relación a través de los nuevos centros de atención telefónica (CAT).

El resultado puede ser la aparición de una brecha creciente que divida la sociedad en dos grupos. Por un lado, los ciudadanos capaces de beneficiarse del progreso tecnológico y de hacer oír su voz a través de los nuevos instrumentos de comunicación no presencial; por otro, las personas incapaces de utilizar las nuevas tecnologías y aquellas que aun siéndolo no pueden hacerlo por no tener acceso a ellas en razón del lugar en que viven o del coste del servicio.

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Hablando en términos generales, los grupos más débiles de la sociedad pagarán más caro por el mismo servicio por no saber utilizar o por no tener acceso a Internet. También quedarán más desprotegidos y sin voz a la hora de querer plantear sus reclamaciones y demandas, por no saber utilizar los nuevos canales tecnológicos de relación de las empresas con sus clientes.

Que ese resultado es algo más que una posibilidad incierta lo ponen de manifiesto dos hechos. Por un lado, la rápida extensión del uso de las nuevas tecnologías relacionadas con Internet y las telecomunicaciones por parte de las empresas, tanto para la venta de bienes y servicios como para organizar las relaciones con sus clientes, mediante las sustitución de los servicios de atención a los clientes en sus oficinas comerciales por las llamadas a los nuevos centros de atención telefónica. Es el caso de las empresas aéreas, la banca electrónica, la compra del supermercado por la Red, las empresas de servicios públicos, las administraciones públicas y otras muchas empresas.

Por otro lado, está la tremenda brecha digital existente en nuestro país en el uso y acceso a Internet. Según los últimos datos del Ministerio de Industria, correspondientes al primer trimestre de 2006, la tasa de penetración de los hogares españoles a Internet es del 39%. Los datos de la Conferencia Nacional de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo indicaban el 35 % en 2005. También este diario aportaba el sábado pasado algunos datos reveladores sobre la brecha digital española extraídos del informe eEspaña2006, publicado por la Fundación France Telécom. La autora de la información sacaba tres conclusiones. La primera, que el internauta español tiene cada vez un perfil más marcado: hombre, de 15 a 34 años y residente en capitales de provincia. En segundo lugar, que 4,5 millones de españoles que residen en 2.534 municipios no tienen posibilidad de acceder a Internet de banda ancha. Y por último, que está creciendo la diferencia entre comunidades: el porcentaje de hogares conectados en Madrid y Barcelona duplica al de Extremadura.

La brecha digital tiene así unas consecuencias sociales drásticas. Los pobres, la personas mayores, las amas de casa, los parados, los residentes en áreas rurales o marginales de las ciudades y, en general, los que menos familiaridad o habilidad tienen para el manejo de las nuevas tecnologías pagarán más caro el mismo servicio y tendrán dificultades para hacer oír su malestar y sus reclamaciones. Formarán parte de los nuevos pobres y desarraigados del progreso.

Este resultado no puede ser visto como una fatalidad inevitable del progreso técnico. Tanto los gobiernos -central, autonómicos y locales- como las empresas tienen la responsabilidad de compensar esas posibles consecuencias con acciones positivas.

Las empresas españolas tienen que aprender de lo que hacen sus homólogas de los países más desarrollados, como el Reino Unido, que, como una parte importante de su responsabilidad social corporativa, están desarrollando programas e iniciativas específicas dirigidas a los clientes más frágiles para evitar que la brecha digital agrande la brecha social. Por su parte, los gobiernos y las administraciones públicas, así como otras instituciones sociales, deben desarrollar y apoyar políticas activas de alfabetización tecnológica de las personas más débiles. Si en el pasado la alfabetización consistía en saber leer, sumar, restar, multiplicar y dividir, ahora hay que añadir el uso de Internet.

Aquellos que han puesto en marcha y han apoyado la liberalización de los servicios públicos, como es el caso del ferrocarril, no pueden desentenderse de sus posibles consecuencias sociales. Si lo hacen, el resultado será una creciente pérdida de legitimidad social de esas políticas de liberalización, especialmente las relacionadas con los servicios públicos, que son la base de la ciudadanía moderna.

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