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La ciudad informal

Una exposición inolvidable, Barraques, la ciutat informal, se inauguró el jueves en el Museo de Historia de la ciudad.

La memoria, social o histórica, individual y colectiva, ¿para qué sirve? Para no mentir. Las personas tienen derecho al olvido y a la memoria. Las sociedades y las instituciones no tienen derecho al olvido, significaría instalarse en la mentira, negar aquella parte de la realidad que no gusta, que genera mala conciencia.

La Barcelona moderna, la que pasó en 20 años de la épica de los setenta a las ilusiones de los ochenta y degeneró en autocomplacencia a partir de los noventa, ha pretendido olvidar una parte de su historia. Por lo menos sus instituciones políticas. No es, probablemente, un olvido consciente, no se manifestó una voluntad deliberada negacionista, simplemente se dejó de lado la ciudad de las fábricas, de la lucha obrera, del anarcosindicalismo, de la emergencia de las culturas alternativas en las primeras décadas del siglo XX. No interesaba, no tocaba. Hubo excepciones, como la magnífica exposición Barcelona, fábrica de España en el Born, en los ochenta. Y la recuperación de algunos nombres para calles y plazas, como los del Noi del Sucre y Àngel Pestaña. Pero el pasado hecho presente en la vida oficial fue el modernismo como excepción genial y fuente de atracción turística, y el novecentismo como regla ideal de un conservadurismo civilizado. Se debatió el porciolismo desde la izquierda gobernante y se le descubrieron méritos modernizadores. Y se dejó en el olvido la miseria urbana, en todos los sentidos, de los siniestros largos años que siguieron a la Guerra Civil.

El barraquismo fue el caso extremo de explotación económica que sufrieron los trabajadores

En esta Barcelona gris, triste y sucia, el barraquismo fue realidad y metáfora. Una realidad lamentable que supuso un plus de explotación y maltrato para una parte importante de la clase trabajadora (a principios de los años sesenta más de 100.000 personas vivían en barracas y a veces en cuevas). Pero los barraquistas fueron protagonistas de una aventura heroica. Por su afán de sobrevivir, llegaron huyendo de la miseria y la represión. Por dignidad, dejaron clara su voluntad de ser considerados ciudadanos. Eran trabajadores y tenían arraigada la cultura del trabajo. La mayoría extremaban la higiene, el orden, el afán de que sus hijos fueran a la escuela. Primero individualmente o en familia, luego en grupo, defendieron su derecho a la vida y al cobijo, luego exigieron servicios básicos, luego vivienda en condiciones. En algunos casos consiguieron imponer el realojo en viviendas construidas en el mismo barrio (Carmelo, Canyelles, etcétera), un barrio que ellos habían creado de la nada y que acabaron queriendo.

El barraquismo fue una metáfora de lo que fue el franquismo, de cómo el capitalismo local se aprovechó de esta mano de obra mal pagada, de cómo unos gobiernos municipales hipócritas por una parte denunciaban la lacra del barraquismo, lo reprimían periódicamente para mantener a la gente en vilo, y por otra lo toleraban, eran incapaces de darles soluciones decentes. Y cuando las daban era para construir otro tipo de barracas, las "verticales", como en Can Clos (Montjuïc) y las casas del gobernador (Nou Barris) en los años cincuenta, y en La Mina en los setenta. Hubo barraquismo hasta los años ochenta y, teniendo en cuenta la movilidad de esta población, se cree que por lo menos unos 200.000 barceloneses en algún momento vivieron esta situación. El barraquismo expresaba el caso extremo de explotación económica y menosprecio oficial que sufrieron los trabajadores, en este caso los más vulnerables, los que llegaban con la maleta de cartón o de madera de los pueblos, del sur de España muchos, y también de Cataluña. El trato a los inmigrantes -a los de antes, españoles; a los de ahora, de todo el mundo- es un test para medir el reconocimiento de las instituciones hacia aquellos que viven de su trabajo, que hacen el trabajo que nadie más quiere hacer. Y se les explota y reprime en el trabajo y fuera del trabajo.

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De todo esto y mucho más habla una exposición que, hay que decirlo, hace honor a la ciudad, al Museo de Historia y a los profesionales que la han realizado: el Grup Pas a Pas; los comisarios; el director del museo, Joan Roca (y el anterior, Antoni Nicolau, que la encargó); Mercè Tatjer; Cristina Larrea; Jesús Luzón; Lina Ubero, y otros, la lista es larga. Una exposición que ha contado con unos colaboradores excepcionales: los protagonistas de la aventura, los que fueron barraquistas adultos, hoy ancianos, y sus hijos, que vivieron en la barraca su infancia. En nombre de ellos, muchos presentes en la inauguración, habló la querida amiga Custodia Moreno, líder vecinal del Carmel. Fue ella quien dijo: "Nuestra primera victoria fue contra el miedo".

Con Custodia recordamos la enorme presencia del barraquismo en la ciudad en las décadas de 1940 y 1950. Luego no desapareció, pero se fue tapando, tapiando, eliminando de los lugares más visibles. Y en los sesenta y setenta se fue haciendo metropolitano y transformando en polígonos que reproducían una exclusión más formal. En la exposición encontré la Barcelona de mi infancia, reconocí las barracas próximas a la Diagonal que descubrí los domingos que iba al Barça; las del Guinardó al lado del campo de deportes del Sant Martí; las barracas y las cuevas del Carmel, que me impresionaron de muy niño y cuya existencia me confirmó Custodia; las cuevas de Collblanc, visibles cuando llegabas a Barcelona desde el interior; la Perona, al lado del puente del Trabajo, nombre dado por los habitantes en honor de Evita, que los visitó y les distribuyó carne y regalos; los barrios de Montjuïc (Can Tunis, Can Valero, etcétera) y los de la playa (Pekín, Somorrostro, Bogatell, Camp de la Bota). Cito sólo algunos de los que conocí de niño o adolescente. En mi barrio, en el Eixample popular, entre Sagrada Familia y el Clot, siempre había gente que procedía de alguno de estos campamentos cuyos habitantes hacían ciudad desde la nada, o gente que tenía familia en ellos. Si no hubiera exposiciones como ésta, añadiríamos hoy una injusticia a la que vivieron en el pasado: la negación de su aventura ciudadana, de su sufrimiento, de su trabajo y de su valor.

Jordi Borja es profesor de la UOC

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