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Columna
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La ciudad quisquillosa

¿Qué se puede hacer cuando los vecinos pleitean para que se destruya una escuela? Eso está a punto de pasarle (y seguramente no le pasará porque se le buscará la vuelta) a un conjunto de equipamientos en la esquina de Londres y Villarroel, en Barcelona. El conflicto es un paradigma del nuevo tipo de ciudadano que va emergiendo a medida que la ciudad se despolitiza y pasa a ser vivida en términos de bienestar individual. El problema reside en qué límites se le pone al egoísmo. Todo el mundo tiene derecho a aspirar al máximo, pero hay que pasar por la atención al bien común. Hay cosas que merecen la pena, aunque sean un sacrificio.

Una de las tareas del gobierno municipal es dirimir cuál es en cada caso el mayor bien colectivo, aunque sea en contra de las opiniones particulares: he ahí la pequeña grandeza de la política. Los vecinos de la calle de Londres, sabedores de que en la parcela vacante se iban a construir equipamientos, entre ellos una escuela que buscaba desde hacía años un edificio mejor, se pusieron a recoger firmas. Querían una zona verde. Adujeron que las ruedas de las mochilas de los niños harían un ruido insoportable, que las voces a la hora del patio. Hoy tiran huevos sobre ese patio y esperan que la ley obligue a demolerlo.

El gobierno municipal cae en la prepotencia del ilustrado cuando no se toma la molestia de convencer al vecino

La sentencia les da la razón: tocaba, en esa parcela, un jardín. Pero el Eixample es un barrio hiperconstruido, sin los solares disponibles que sí tiene en su propia periferia, donde proliferan los equipamientos. Así que a lo mejor no era legal el proyecto, pero era legítimo. Los arquitectos Jaume Coll y Judith Leclerc apuraron hasta el exceso el poco espacio disponible en la esquina de la discordia. En un rincón de manzana está la escuela y un parvulario, y además apartamentos para jóvenes, todos equipamientos altamente sociales. Tanta fue la filigrana para que todo se encajara en el perímetro escaso de la esquina que el conjunto ha ganado todos los premios disponibles (el último, el Nacional de Arquitectura hace cuatro días) no por su estética algo carcelaria, sino por la pericia en la gestión del espacio.

Los vecinos tienen, a 200 metros de distancia, el jardín de la antigua Escola Industrial, precioso, todo silencio, pero me juego un euro a que no van nunca, porque no están buscando solaz, sino aumentar el precio de los pisos. ¿Qué se puede argumentar frente a un ciudadano que calcula, si es que la crisis permite todavía ese cálculo? Hay una ciudad quisquillosa que se refleja en la pancarta: no a la escuela, no a la sala de venopunción (que ahora, después de eternos cortes en la Ronda de Dalt, reconocen que no molesta en absoluto), no a la carísima nueva perrera...

Esta actitud negacionista y antipática no es atributo de un determinado estatus. En el barrio de la Prosperitat, auténticamente popular, el Ayuntamiento ha dispuesto un conjunto de nuevas facilidades, que incluyen un polideportivo. Aplausos, pero también pitos, porque en el paquete hay un edificio de apartamentos tutelados para gente mayor y los vecinos no lo quieren. Y es que, con su gracia habitual, el Ayuntamiento ha decidido que el edificio en cuestión tenga 17 plantas, cosa que quiebra cualquier armonía, porque 17 plantas se ven mucho. De acuerdo, hay que aprovechar la inversión, pero no es sistema desembarcar un artefacto de esta envergadura sin un pacto previo.

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Ahora los vecinos de la Prosperitat dicen lo mismo que los de la calle de Londres: que los apartamentos sociales no son equipamientos. ¿Ah, no? ¿Se acepta la residencia de ancianos, pero no el piso que les permite autonomía y vida privada? ¿Cuál es el mecanismo mental que hace que sólo se considere un equipamiento útil aquel que se usa en primera persona y tiempo presente? ¿No nos estamos volviendo inflexibles en la individualización de la vida colectiva? Y, con perdón por la pregunta, esta actitud a la defensiva de cada barrio y cada ciudadano, ¿no estará inducida por la manera de hacer de un Ayuntamiento que siempre regatea la consulta y la persuasión?

El gobierno municipal cae en la prepotencia del ilustrado cuando no se toma la molestia de convencer al vecino -con toda la pedagogía que haga falta- de la solidaridad que implica vivir en una ciudad donde cada cual tiene necesidades distintas. No siempre el fin justifica el edificio, por más útil que sea, y menos si es un trasto de 17 plantas. Si los vecinos insisten en rebajar el volumen, a lo mejor hay que hacerlo. A veces, participación es modificación. Y no vale consultar de oficio a las asociaciones de vecinos, que tienen la representatividad que tienen y no más. Resulta que, cuando se trata de reformar la Diagonal, aparece esa "alguna forma" de referéndum y sobre todo aparece una carísima campaña participativa diseñada a mayor gloria del Ayuntamiento. Y al mismo tiempo se encaja un proyecto mucho más cerrado en un barrio no tan emblemático, situado a dos pasos de la Ronda de Dalt, allá donde la ciudad es pura vida cotidiana y no glamour. No parece justo.

Patricia Gabancho es escritora.

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