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Por una ciudadanía virtuosa

Es curioso, pero nadie parece haberlo notado. En el mismo momento en que se anunciaba la puesta en marcha de los nuevos planes educativos, con el asunto-estrella de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, se señalaba que un altísimo porcentaje de sus destinatarios iban a ser inmigrantes o hijos de inmigrantes. A nadie le llamó la atención que todo estuviera dispuesto para formar en ciudadanía a seres humanos que no eran ciudadanos -ningún niño lo es- y que eran hijos de quienes en muchísimos casos no lo eran, que lo serían luego de horas de cola y años de espera -lo estamos viendo también estos días- o que no lo serían en toda su vida. Hijos de una multitud de seres humanos a los que la ley negaba derechos que, por la identificación entre ciudadanía y nacionalidad, la mayoría sí podía disfrutar. En otras palabras, que se iba a preparar a miles de escolares para que asumieran como incontestables y fundamentales unos valores democráticos de los que ellos mismos no eran -y probablemente no serían nunca- beneficiarios y unos principios éticos de justicia e igualdad que no valían para sus familias.

Lo que importa es que los ciudadanos sepan quedar bien y dárselas de sensibles y conscientes

Es difícil encontrar una plasmación más descarada de hasta qué punto la educación para la ciudadanía es en realidad una educación de y para la hipocresía social. De hecho, ha sido de lo más oportuno que el vídeo elaborado por las Juventudes Socialistas a favor de la nueva asignatura haya venido a ilustrar de manera inmejorable tal evidencia. De lo que se trata es de que las personas lleguen a saber contestar; es decir, que sepan manipular un lenguaje políticamente correcto que permita "quedar bien" y dárselas de persona "sensible" y "consciente" ante los problemas que sufre la sociedad. Que estos individuos debidamente educados lleguen un día a discriminar o maltratar a otros, o hacer que se sientan inferiores, es irrelevante. Lo importante es que, en el momento de presentarse ante los demás, estén en condiciones de exhibirse como adalides de los derechos humanos, la equidad de los dos sexos, la paz universal, la sostenibilidad del planeta y la fraternidad universal entre pueblos y culturas. He ahí la gran diferencia entre la buena y el malo del anuncio. El joven no educado en ciudadanía resulta tan tonto y tan torpe que dice lo que piensa; mientras que la chica ha sido debidamente entrenada para pensar lo que dice.

Estamos ante el núcleo mismo del ciudadanismo, esa doctrina que los nuevos planes pedagógicos colocan hoy en el centro de la formación ideológica de los escolares, y que no es sino el reducto moralista en el que se han ido a cobijar los restos de lo que fuera un día el izquierdismo de clase media y de lo que ha sobrevivido del movimiento obrero. Consiste en una exhortación constante a valores democráticos y humanísticos abstractos, valores que conciben la vida en sociedad como una cuestión meramente teórica, de espaldas a un mundo real que puede hacerse como si no existiese, como si todo dependiera de la correcta aplicación de principios elementales de orden superior, capaces por sí mismos de neutralizar la experiencia real -hecha tantas veces de arbitrariedad, de rabia y de dolor- de seres humanos reales manteniendo entre sí relaciones sociales reales.

El ciudadanismo vendría a ser una variante actual de mediación, ese concepto que Marx diseccionaba en su crítica a la filosofía del Estado de Hegel. La mediación expresaría una de las estrategias a través de las cuales se produce una conciliación ilusoria entre la sociedad civil y el Estado, como si una cosa y otra fueran lo mismo y como si se hubiese generado un territorio en el que hubieran quedado superados los antagonismos sociales. El Estado, a través de tal mecanismo de legitimación simbólica, puede aparecer ante sectores sociales con intereses y objetivos incompatibles -y al servicio de uno de los cuales existe y actúa- como neutral, capaz de hacerles superar sus conflictos o de arbitrarlos de manera equitativa. Todo ello en un espacio de encuentro en el que las luchas sociales han quedado como en suspenso y los sectores enfrentados asumen una especie de tregua infinita. Como ejemplo de mediación que es, la retórica ciudadanista sirve en realidad para enmascarar toda relación de explotación, todo dispositivo de exclusión, así como el papel de los gobiernos formalmente democráticos como encubridores y garantes de todo tipo de asimetrías sociales.

Es a través de la ideología ciudadanista que los poderosos consiguen que los gobiernos a su servicio obtengan el consentimiento de los gobernados. Lo hacen activando un dispositivo didáctico de amplio espectro que concibe a todos los miembros de la sociedad, y no sólo a los más jóvenes, como un conjunto de escolares perpetuos a los que someter a todo tipo de campañas de promoción de la figura del buen ciudadano, campañas que, por cierto, resultan estratégicas en orden a la legitimación de normativas cívicas que, en la práctica, sirven no para perseguir la pobreza, sino directamente a los pobres.

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Después de habernos diplomado todos en civismo y ciudadanía, ninguno de nosotros cuestionará las estructuras que hacen injusta la sociedad, ni denunciará cómo se van implantando nuevas formas de conformismo y sumisión. Ahora bien, se habrá alcanzado un gran objetivo: el de que, en un mundo en el que prolifera el aumento de la miseria, el sufrimiento y la postergación, crezcan y se reproduzcan hombres y mujeres verdaderamente virtuosos.

Manuel Delgado es profesor de antropología en la Universidad de Barcelona.

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