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Columna
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Sobre el contagio griego

Josep Ramoneda

Los disturbios de Grecia, ¿han de pensarse como unos hechos aislados, propios de las peculiares circunstancias de aquel país, o pueden ser una premonición de una conflictividad que puede extenderse por toda Europa? Sin duda, hay un malestar difuso en diversos sectores de la juventud europea que pueden explotar en cualquier lugar y en cualquier momento. Pero más allá de esta respuesta de sentido común, me parece que el caso griego es interesante porque es un ejemplo a pequeña escala y con rasgos casi caricaturescos de la realidad que la crisis está poniendo de manifiesto.

Grecia vive una profunda crisis de sus elites, con un estado regido por las mismas familias desde que llegó la democracia y con una relación muy estrecha con el poder económico. Todo ello significa alta corrupción, estado corporativista, ineficiencia institucional manifiesta, que son de hecho los mismos rasgos que nos descubre la crisis cada día en todos los países, empezando por la superpotencia americana. ¿Cómo se explica si no, que Bernard Madoff haya podido mantener durante décadas una inmensa estafa que ha atrapado a grandes fortunas americanas y a grandes instituciones financieras sin que ni sus colegas, ni los organismos reguladores, ni el Gobierno, ni la prensa se enteraran o quisieran enterarse?

Se sataniza a los autores de los disturbios de Madrid y Barcelona para eludir el debate sobre las causas del problema

En Grecia, también como en la mayoría de países del entorno, los años de la inconsciencia económica han agrandado las fracturas sociales, generando bolsas de ciudadanos que se sienten excluidos de la sociedad, ante la imposibilidad de encontrar trabajo y de alcanzar la tierra prometida del consumo, el gran horizonte utópico de nuestro tiempo. Nada que no pueda predicarse también, con distintos grados intensidad, de los demás países europeos. En toda Europa se están descubriendo ahora los efectos de unas políticas destinadas a la desagregación de los ciudadanos y a la marginación de todo aquel que no se adaptara al retrato robot del ciudadano NIF: consumidor, contribuyente y fuerza disponible para la competitividad.

Naturalmente, uno de los segmentos de edad más afectados por la cultura de estos años de dinero y de rosas son los jóvenes. En las Universidades y en algunos barrios de las grandes ciudades se concentra este malestar frente al que pocos países están realmente protegidos. Ni las estrategias económicas ni las políticas han pensado en ellos, al contrario, son éstas las que les han empujado a las tinieblas exteriores. Sin recursos para entregarse a la lógica de la insaciabilidad permanente del consumo, no han encontrado que la política les ofreciera alternativa alguna. Con lo cual, han quedado atrapados en la pinza que forman la resignación y el derecho al pataleo. Cristos Kitas, el rector de la Universidad de Atenas, lo ha dicho con toda claridad: "hay un divorcio absoluto entre la juventud y el sistema". Kitas, todo hay que decirlo, ha tenido la dignidad de presentar su dimisión, mientras que el Gobierno se aferra a la teoría de "que los acontecimientos se extinguirán por sí solos". O sea, todo seguirá igual, hasta la próxima explosión.

De modo que no sería tan extraño que los disturbios de Grecia tuvieran eco y continuación en otros países. Grecia es el país con un nivel más alto de paro juvenil en toda la OCDE. ¿La tasa de desempleo de los jóvenes puede darnos una idea de la futura geografía de la revuelta? De ser así Italia, Rumania y Francia tendrían bastantes números para estar entre los primeros que continuarán la cadena. Y no olvidemos que España es novena en esta triste clasificación de la incapacidad de incorporar a los jóvenes al trabajo y a la sociedad.

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Con todos estos elementos empieza a cundir el debate sobre el contagio de la crisis griega. Plantearlo como si los griegos sufrieran una enfermedad de violencia y enfrentamientos susceptible de contagiarse a otros países es equivocado. La enfermedad la constituyen los problemas estructurales antes descritos: los disturbios sólo son un síntoma, una erupción que nos da noticia de la existencia de unos problemas de fondo. No se trata, por tanto, de que los disturbios se contagien como de que problemas de fondo comunes produzcan reacciones parecidas. Mal empezaríamos si utilizáramos la aparatosidad de la violencia callejera y de las formas de activismo para silenciar u ocultar las causas que las han desencadenado.

Como ocurre casi siempre, Francia ha sido la primera en entrar en el debate. Sin duda, hay en el vecino país una especie de fascinación medio masoquista por todo lo que suena a revolucionario. Por su peculiar cultura política, Francia no entendería que hubiese algún brote de revuelta en el mundo sin que ella tuviera algún papel protagonista. El propio Sarkozy ha ironizado sobre un país que admira a Carla y al presidente cuando aparece en su carroza y puede practicar un regicidio al día siguiente. En Francia saben el estado en que se encuentran algunos de sus barrios periféricos, la frustración creciente en sectores juveniles con mínimas expectativas, y las fracturas sociales que han provocado estos años de inconsciencia económica. En España, en cambio, quizá por la influencia del proverbial optimismo del presidente Zapatero, para él que el futuro es siempre una página llena de éxitos, el debate es inexistente. A lo sumo, algunos políticos conservadores y algunos medios de comunicación han corrido a satanizar a los autores de unos disturbios de poca monta, acontecidos en Madrid y Barcelona, con el afán de señalar preventivamente potenciales culpables y desviar la atención sobre ellos para eludir el debate sobre las causas del problema. Pero las causas existen. Y la conflictividad inevitablemente irá a más. Y nadie podrá alegar sorpresa.

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